Adaptation. El ladrón de orquídeas

Spike Jonze, 2002
Reparto: Nicolas Cage (Charlie Kaufman / Donald Kaufman), Meryl Streep (Susan Orlean / Madre de Orlean), Chris Cooper (John Laroche), Tilda Swinton (Valerie), Cara Seymour (Amelia), Rheagan Wallace (Kim Canetti), Jane Adams (Margaret), John Cusack, Agnes Baddoo, Paul Fortune, Paul Jasmin.
Guión: Charlie Kaufman y Donald Kaufman; basado en una obra de Susan Orlean.
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El profesor del curso de guiones tenía razón

Donald Kaufman tiene que adaptar la obra de Susan Orlean “El ladrón de orquídeas”. No se le ocurre nada y se rompe la cabeza frente a la hoja en blanco y su sentimiento de fracaso. Su timidez le hace fracasar en el amor como un adolescente, y también le impide acercarse a la autora. Su hermano gemelo, en cambio, tiene éxito y escribe un guión malo que gusta a todos.

Parece que el modo que Kaufman encuentra de romper el bloqueo es hablar del bloqueo. Y la solución que encuentra para hablar del libro es hablar de sí mismo adaptando el libro. Kaufman habla de todo lo que sabe de teoría creativa para demostrar que se está saltando las reglas. La teoría dice que no se puede hacer una historia donde el protagonista no tiene un móvil, una intención, pero él protagonista de Adaptation es un ser sin rumbo. Además nos ha explicado que quería hacer un ser sin rumbo para saltarse las teorías literarias, con lo cual nosotros, el público no podemos quejarnos.

Kaufman se niega a ir a un curso de guionistas donde sólo le van a explicar como hacer lo mismo que todo el mundo, pero Kaufman es original, él no sigue las reglas. Al final, sin embargo va al curso. Comenta su proyecto (el mismo que la película nos está largando) de hacer un guión sin móviles que se salta todas las reglas. El profesor del curso le dice que ese guión sería un churro. Ese profesor es un profeta dentro de la película: lo sería, y de hecho, lo es, por más que Kaufman quiera demostrar lo contrario.

El profesor también le dice que si está haciendo ese espanto de guión que no se preocupe, que puede ganarse al espectador con el final y así arreglarlo todo. Lo que importa es el final. Por eso, la película avanza hacia un final que es todo lo contrario de lo que hemos visto hasta ahora, o sea, convencional. Kaufman sigue a la autora y descubre un secreto amarillista de su vida privada. Ella lo descubre a él y hay una persecución, tiros, accidente de coches... ¿Consigue ganarnos? A mi desde luego no.

Kaufman no tiene imaginación porque sus premisas creativas no son buenas. Para encontrar un buen final tiene que seguir a la autora y husmear en su vida privada. ¿Es que una historia sólo le vale si es verdad? Menos mal que no era el guión de una película de marcianos, no quiero pensar donde hubiera tenido que ir a buscarlos.
Metrópolis | Alberto Bermejo ***
a nueva película de Spike Jonze empieza en el rodaje de Cómo ser John Malkovich, su trabajo anterior, y es que el protagonista de ésta es nada menos que una proyección del guionista de ambas, Charlie Kaufman, encarnado por Nicolas Cage, que se desdobla en dos caras de sí mismo y da vida también al hermano gemelo Donald Kaufman. No en vano, El ladrón de orquídeas, la película, cuenta desde dentro ­desde el punto de vista angustiado e impotente del guionista, el propio Kaufman, enfrentado al proceso de creación­ el proceso de adaptación de un libro titulado precisamente El ladrón de orquídeas, escrito por una prestigiosa periodista que en esa mezcla de ficción y realidad interpreta Meryl Streep con la deslumbrante solvencia que acostumbra. Se trata, por tanto, de dar cuenta de las dificultades de un guionista que proyecta sus frustraciones personales, su baja autoestima y su parálisis existencial sobre la construcción de un relato en el que no cree. El trabajo de los actores y la chispa incuestionable de un guión ágil e imaginativo propician que la película corra por rieles espléndidamente engrasados durante la mayor parte de su metraje, en un tono desinhibido pero intenso en el que lo cómico se superpone a la perfección al drama individual de ese escritor atascado en contraste con ese otro hermano iluminado por una facilidad insultante. En conjunto, El ladrón de orquídeas se presenta también como una decidida apuesta por la originalidad, pero aquí se queda un poco por debajo de aquella maravillosa y asfixiante planta siete y media que representaba el otro lado del espejo. Los mismos temas, o muy parecidos, la usurpación de personalidad, la fascinación por la fama, el merodeo en torno a una buena colección de tópicos psicoanalíticos o la materialización del fantasmagórico hilo que une lo real con lo fantástico se prolongan aquí y acaban conduciendo a sus autores al mismo callejón sin salida, a una especie de gatillazo final, a un ejercicio de estilo brillante, sin duda coherente con sus pretensiones, pero llamativamente egocéntrico y trivial.

Criticalia | Enrique Colmena *
Spike Jonze, como director, y Charlie Kaufman, como guionista, consiguieron hace unos años un notable éxito de crítica con "Cómo ser John Malkovich", brillante y divertido experimento sobre la posibilidad de habitar otras mentes y otras vidas. Pero parece que aquel gran debú les ha debido empachar, porque esta su segunda colaboración dista mucho de dar en la diana. Ahora el propio guionista Kaufman, junto con un inexistente hermano gemelo, se erige en protagonista del filme, en el que habrá de escribir el guión de la novela de una periodista neoyorquina sobre un experto botánico de Florida aficionado a las flores exóticas y a su polvo alucinógeno. El miedo ante la página en blanco es uno de sus temas principales, aunque no el único; el personaje central resulta ser un panoli, un memo de gran creatividad pero incapaz de preguntar la hora, y pronto nos encontramos inmersos en un filme que trata de su propio proceso creativo; la originalidad de esa cualidad casi masturbatoria (la alusión no es ociosa...) del argumento es su mejor baza pero también su talón de Aquiles.
La aparición al frente del reparto de dos estrellas como Nicolas Cage (tan esforzado como siempre, y también tan poco creíble como es habitual) y Meryl Streep (en un papel distinto al que nos tiene acostumbrados, aquí una escritora enganchada al psicodélico polvo de la orquídea fantasma) le da una apariencia de comercialidad que, realmente, no tiene por su argumento ni por su desarrollo, en una historia tan deshilvanada como el propio proceso creativo, sin una unidad temática ni estética, aunque (es verdad) con algunos aciertos aislados, como ese hermano gemelo, botarate y siempre con buen rollo, que ofrece la frase definitiva: "uno es lo que ama, no lo que le ama". Poco bagaje, no obstante, para tanta expectación.

Miradas | Jorge Mauro de Pedro (1,5/5)
Vacío, carente de ideas. Estúpidamente autocomplaciente. Egocéntrico, narcisista. Como todo aquél que considera que un artista es una especie de vedette, de superstar, de héroe intocable susceptible de trascender con creces su propia obra por el mero hecho de trabajar con una pluma, un pincel o un cincel. No. Lo que te convierte en creador es el HACER algo. Presumir de tener la "voluntad" o la "capacidad" para hacerlo... no basta. Vamos allá. Innovemos. Impresionemos al personal con nuestra genialidad. ¿He dicho nuestra? Mía, se entiende. ¡Qué importa el mundo! Enarbolemos nuestra condición de gurús, de AUTORES, de iconoclastas de patio de colegio. Presumamos de estar rodeados de mediocres.

Mr Cranky (-4)
Screenwriter Charlie Kaufman is following the exact path of Allen and Lewis by turning his personal demons into a first-person screenwriting exercise in culling themes from neuroses. While "Adaptation" appears to be about Kaufman's struggle to adapt Susan Orlean's book "The Orchid Thief" for the silver screen, it's really just about Charlie, Charlie, Charlie and the battle going on in his head about all things Charlie. I'm sure his rationale for scenes like the opening one go something like this: "Since I'm unsure about whether people really like me, I will use that neurosis so people will laugh at me. As they're laughing they'll come to the conclusion that I'm really likable, but won't see through the facade of this misdirection."

Undoubtedly, Kaufman (Nicholas Cage) creates an imaginary twin brother, Donald, and all the other fanciful, quirky things in "Adaptation" because he cannot, in fact, properly adapt Orlean's book. It is a lot easier to write a freakishly offbeat screenplay about your own struggles to adapt a book than to actually adapt a book. Adapting a book qualifies as actual work, while making up random crap like Orlean (Meryl Streep) having an affair with her main character, John Laroche (Chris Cooper) is nothing more than procrastination. While there's a certain level of reality in the original work, Kaufman appears unable to face any sort of reality, so he creates a new one. This isn't creativity so much as escapism.

Vacaciones en Roma

William Wyler, 1953
Reparto: Gregory Peck (Joe Bradley) Audrey Hepburn (Princesa Ann Akka Anya) Eddie Albert (Irving Radovich) Hartley Power (Mr. Hennessy, jefe de Bradley) Harcourt Williams (Embajador) Margaret Rawlings (Condesa Vereberg) Tullio Carminati (General Provno) Paolo Carlini (Mario Delani, peluquero) Claudio Ermelli (Giovanni, casero de Bradeley)
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Con princesas como esta dan ganas de hacerse republicano

De vacaciones en Roma cabe decir lo mismo que dijera Henry James de los diarios de Hawthorne: "Parecen cartas agradables e inútiles que se dirigiera a sí mismo un hombre que abrigara el temor de que las abrieran en el correo y que hubiera resuelto no decir nada comprometedor." Wyler es tan respetuoso con la princesa protagonista que parece que temiera una reacción de alguna casa real por sentirse aludida.

Una princesa cansada del protocolo se escapa del palacio en mitad de la noche y muerta de sueño en el foro de Roma se encuentra con un periodista interpretado por Gregory Peck que no quiere cargar con ella porque no sabe quien es. Por la mañana, el periodista ve la foto en los periódicos y promete a su editor venderle el artículo de la historia.

Las veinticuatro horas que dura la escapada en compañía del periodista componen todo el relato. El humor de la historia puede estar, si se busca, en ver a un hada de la realeza bajar a nuestro mundo y comer helados, o dar un paseo en motocicleta o visitar los monumentos de Roma. Los lectores asiduos de Hola puede que la encuentren muy reveladora. Yo nunca he sido un amante del Kitsch, que Kundera definía como un mundo donde no existe la mierda.

Si hay que buscar un error fundamental, señalaría que el periodista que acompaña a la princesa se ve transformado por su compañía cuando debería haber echado la pota. Con princesas tan repipis dan ganas de hacerse republicano.

El americano impasible

Phillip Noyce, 2002
Reparto: Michael Caine (Thomas Fowler), Brendan Fraser (Alden Pyle), Do Thi Hai Yen (Phuong), Rade Sherbedzija (Inspector Vigo), Tzi Ma (Hinh), Robert Stanton (Joe Tunney), Holmes Osborne (Bill Granger), Pham Thi Mai Hon (Hermana de Phuong), Quang Hai (El General), Ferdinand Hoang (Señor Muoi), Mathias Mlekuz (Capitán francés).
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A Noyce no le gustaba Greene

El americano impasible siempre fue una de mis novelas favoritas. El triángulo amoroso de los dos occidentales, el cínico británico, Fowler, el idealista americano, Pyle, la joven vietnamita, Fuong, es un decorado al que vuelvo constantemente. Ello me impide ser comprensivo con una versión de un americano ofendido (la versión de Mankiewicz) o con la versión de un australiano politizado como Noyce.

La novela de Greene habla de los tontos útiles, que son los americanos idealistas. Ellos, con su afán de salvar el mundo, con su falta de complejidad estropean las cosas. El tópico es aplicable a Clinton que quiso arreglar la compleja situación de los Balcanes con bombardeos selectivos. El Vietnam del 52 es un país de viejos europeos y de viejos orientales, un joven americano quiere romper ese equilibrio. Pyle ha leído a Harding y se ha llenado la cabeza de tópicos sobre la idea de una tercera fuerza que arregle todo. Fowler, el británico, ama a una joven vietnamita, joven en edad, pero no interiormente. Fowler entiende la complejidad del mundo, y de la guerra. Con su sarcasmo se burla de los sueños salvadores del americano, Fowler es un cínico. Pyle quiere salvar el mundo pero su bondad lo convierte en un fantoche en manos de un militar sin escrúpulos, el general Thé. La reflexión de Greene es que los hombres buenos son mucho más destructores que los perversos. Su paradoja es que Fowler, que se enfrenta a ese gafe de Pyle, no está seguro de si fue honrado o si sólo quiso recuperar a la mujer que ama y que Pyle le quitó. La ambigüedad de esos conflictos es la riqueza del libro. Los dos directores que han abordado el tema se han esforzado por no dejar ningún resquicio a la duda, las dos versiones cinematográficas son tan claras como pobres.

La versión de Mankiewicz de “El americano impasible” es la peor. El director norteamericano no lee la novela, lee el tópico, cree que la crítica de Pyle, del americano tranquilo, es una crítica de todos los americanos. Así que su película es una respuesta al desaire. Mankiewicz rueda una película para decir que los americanos no son malos, y que los malos son los británicos.

Noyce es australiano, no tiene su amor propio herido, pero su versión de la maravillosa novela de Greene es tan floja como la del primero porque la mira desde lejos, ha rodado su versión cincuenta años después. Greene hablaba de un conflicto emergente, los americanos aún no han llegado a Vietnam. Noyce habla de una gerra acabada. Los americanos fueron a este país y perdieron la guerra. La lectura de Noyce es puramente política. Pyle no es un ingenuo engañado, es la CIA que manipula a los demás. En Greene, Pyle, y América, son los grandes ingenuos, los grandes primos. La visión de Greene es clarividente, humana, la de Noyce obvia, política.

Greene escribe sus libros como una meditación, entre línea y línea de diálogo siempre hace un aparte para explicar las reflexiones del personaje. Noyce respeta ese ritmo e intercala una voz en off. Lo malo es que ese narrador en off no repite ni una línea de Greene. Parece que a Noyce no le gustaban las paradojas de Fowler sobre el catolicismo, las tres culturas de los personajes, la guerra, no le gustaba el sarcasmo de Greene que a veces es chispeante en medio del dolor. Es una pena que no le gustara el auténtico Greene.
Brent Simon
The Quiet American is a movie that, on the surface, you think you know everything about: right, right… another staid little character study/travelogue. It is in actuality, however—like its two main characters—a much deeper and well-rounded movie than you might suspect.

Noyce telegraphs his big twist a bit too plainly, perhaps fearing the significance will be lost on an audience not particularly well-schooled in the backstory to the Vietnam War proper. Regardless, the utilization of flashbacks and voiceover in certain key instances highlight too clearly The Quiet American’s subtext.

Rex Reed | The New York observer
Without tricks and pyrotechnics, Phillip Noyce, the Australian director of such high-octane thrillers as Patriot Games, Clear and Present Danger and The Bone Collector, turns cerebral, exploring the visceral intrigues—both personal and political—between two men caught up in the French war in Indochina in the early 50’s.

Working from a tight adaptation by Christopher Hampton and Robert Schenkkan of the classic Greene story, Mr. Noyce builds an existential portrait of conflicted souls with hidden agendas in which nothing is as it seems. The smell, heat, rain, lights on the Mekong River at night, opium and brothels—every surface appearance is deceptive, and every sensual pleasure is pierced by an undercurrent of violence. The fact that there are no heroes in this film enhances its integrity, but also challenges its potential for commercial success. In the newly forged national patriotism following 9/11, do audiences really want to see a movie that depicts the American military as savage mercenaries?

Roger Ebert | Chicago Suntimes (4/4)
The novel inspired a 1958 Hollywood version in which the director Joseph Mankiewicz turned the story on its head, making Fowler the bad guy and Pyle the hero. Did the CIA have a hand in funding that film? Stranger things have happened: The animated version of "Animal Farm" (1948) was paid for by a CIA front, and twisted Orwell's fable about totalitarianism both East and West into a simplistic anti-communist cartoon.

The Quiet American" was planned for release in the autumn of 2001. It was shelved after 9/11, when Miramax president Harvey Weinstein decided, no doubt correctly, that the national mood was not ripe for a film pointing out that the United States is guilty of terrorist acts of its own.

It would be unfortunate if people went to the movie, or stayed away, because of its political beliefs. There is no longer much controversy about the CIA's hand in stirring the Vietnam pot, and the movie is not an expose but another of Greene's stories about a worn-down, morally exhausted man clinging to shreds of hope in a world whose cynicism has long since rendered him obsolete. Both men "love" Phuong, but for Pyle she is less crucial. Fowler, on the other hand, admits: "I know I'm not essential to Phuong, but if I were to lose her, for me that would be the beginning of death." What Phuong herself thinks is not the point with either man, since they are both convinced she wants them.

Chicago

Rob Marshall, 2002
Reparto: Catherine Zeta-Jones (Velma Kelly), Renée Zellweger (Roxie Hart), Richard Gere (Billy Flynn), John C. Reilly (Amos Hart), Queen Latifah (Matron 'Mama' Morton), Christine Baranski (Mary Sunshine), Dominic West (Fred Casely), Lucy Liu (Kitty), Deirdre Goodwin (June), Denise Faye (Annie).
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Flor de un día

Roxie Hart aspira a ser cantante. Tiene un amante que le promete introducirle en el mundo, pero miente, y ella lo asesina en un acceso de rabia. Una vez en la cárcel necesita la ayuda del abogado Billy Flynn que nunca ha perdido un caso para no ir a la horca. Este la convierte en un ídolo de la prensa, le inventa un pasado y la hace famosa para que la opinión pública actúe en su favor. Pero Roxie, conseguida la fama, cree que ya tiene lo que quiere.

La historia de Roxie es la historia de todos los famosos que hoy día llenan las portadas de la prensa amarilla y cada vez más programas de televisión. En España se gana la fama teniendo un lío con un famoso o participando en un programa con cámaras que te siguen al baño para que todo el mundo sepa como eres cuando te afeitas o cuando te revientas un grano. En “Chicago” te haces famosa si eres mujer y has cometido un crimen pasional. Todo el mundo quiere su minuto de gloria.

Billy Flynn es el Sardá de la película. Conoce el material con el que trabaja y lo maneja sin escrúpulos. Usa a las protagonistas para sacar su dinero y usa al público como corderos para venderles la versión que quiere de los casos.

A todos estos famosos les ocurre lo mismo, “eres flor de un día”, le dice Billy. Esa fama llega con facilidad y también se va. Lo que “Chicago” enseña es a tomarse ese mundo de la fama con filosofía. Roxie no es más que un producto de consumo para un público ávido de noticias, la fama viene y se va. Pero en vez de venirse abajo porque el no es lo que estaba esperando, ella lo utiliza en su provecho. Su respuesta es ser menos escrupulosa que un mundo donde no hay escrúpulos.

La amoralidad de Chicago es su mejor baza.

Las canciones no acompañan a la película, son la película. Digno de Fosse, el espectáculo indaga en las posibilidades expresivas de la música, del baile, del fotograma. Los números musicales expresan por si solos, mejor que los diálogos, el cinismo de cada situación.
Francisco Marinero. Metrópoli. (3/5)
antando bajo la lluvia consagró como virtud la aparente limitación del musical de Broadway y del de Hollywood: carecer de argumento o, en todo caso, utilizar uno mínimo como pretexto para escenificar bailes y cantos. Su argumento (que no su guión, ejemplar) no podía ser más simple: la transformación sobre la marcha de una película muda en una película sonora servía para hacer una antología de los musicales de los años 30, reconstruidos con ironía generosa, en contraste con la aportación novedosa de un nuevo musical, donde la danza estaba integrada en una acción situada en un tiempo y un escenario contemporáneos y realistas. Chicago tiene un planteamiento similar: prescinde prácticamente de argumento e incluso de guión (es de Bill Condon, un cineasta cinéfilo, autor de Dioses y monstruos, homenaje al maestro del terror de los años 30 James Whale), para ofrecer un encadenamiento de números musicales brillantes en todos los aspectos. Una ruptura feliz con los musicales con pretexto o lastre de pretensiones operísticas: se reconquista el terreno ganado por melodramas argumentales como West Side Story, Sonrisas y lágrimas, Funny Girl, etc.

La representación original fue, al parecer, de Bob Fosse y reconocemos al autor de Empieza el espectáculo (musical puro, sin argumento) más que al de Cabaret (musical argumental), pero despojado de pretenciosidad y con vitalidad reforzada. Rob Marshall es un debutante candidato al Oscar de dirección: coreógrafo, Marshall demuestra su talento tanto en los bailes (sus protagonistas tienen limitaciones en la danza que compensan con energía) como en la planificación, el montaje y la escenografía. Chicago logra lo que no se veía desde hace mucho tiempo: ofrecer un musical genuinamente cinematográfico (cuesta imaginar cómo Fosse resolvió en teatro la acción en paralelo, si es que lo hizo) donde no se necesitan ni comedia ni melodrama para justificar el espectáculo.

La narración fragmentaria nos lleva al Chicago de los años 30 del siglo XX, donde dos mujeres son enjuiciadas por matar, respectivamente, a su amante y a su marido, traidor uno e infiel el otro. La parodia de los géneros del melodrama carcelario, del melodrama procesal y del melodrama romántico se traduce en un vibrante y muy original espectáculo que no da respiro al espectador: la acción real ilustra las fantasías de dos heroínas cínicas y sus bailes y canciones ilustran los hechos. La originalidad es que estos dos planos son simultáneos, tan pronto estamos en la parodia como en el inmejorable musical (canciones y coreografías son de una modernidad sorprendente porque se trata de una obra que evoca una época pretérita), de una vitalidad y una imaginación abrumadoras (la duración es la precisa, ningún espectador podría resistir este ritmo más tiempo). Trazando líneas paralelas y convergentes de la narración y la fantasía musical (hay momentos tan arriesgados como felizmente resueltos en los que ambos planos coinciden), Marshall se resigna a relegar su condición de coreógrafo de las actrices y bailarines sobre el escenario (Renée Zellweger, Catherine Zeta-Jones y Richard Gere se vacían en un espectáculo acelerado) para adquirir condición de coreógrafo de la planificación y el montaje: los movimientos de los danzantes son captados fugazmente, hay que pasar en seguida a otro número que progresa a golpe de batería jazzística. Marshall ha superado a su predecesor Fosse: su película, de estética expresionista, decorados cambiantes y colores intensos, es arrolladora.

Mr Cranky. (-1/-4)
The premise of the musical parts of the film is that Roxie dreams of being on stage. Kelly is already on stage, and since scandal is the way to make a name for oneself in 1920s Chicago, Kelly is the biggest name by virtue of having shot somebody. When Roxie does the same, she finds that climbing to the top is just a matter of grabbing the biggest headline.

Every time something happens, Roxie imagines it all as a dancing and singing number. What film do we have to thank for this? "Moulin Rouge" of course. Now, every actor west of the Mississippi who recalls dancing and singing in an elementary school Christmas pageant will be signing up to do musicals. Hopefully, this fad dies faster than the spate of "Alien" rip-off films in the '80s.

Reel Film Reviews. David Nusair. (1.5/4)
I suppose, in the interest of fairness, I should admit that I don't care much for musicals. They tend to fall into one of two categories: Either they're tedious and overproduced (like Les Miserables) or they're entertaining enough but longer than necessary (Singin' in the Rain). Chicago falls under the first category.

The biggest problem with Chicago, other than sheer overlength (the film runs close to two hours!), is a complete lack of memorable tunes. Unlike even 8 Women (which wasn't exactly a great movie, but did contain a number of catchy songs), Chicago makes the fatal mistake of including a bunch of terrible musical numbers. Dull and dreary, these tunes are anything but noteworthy, and the dancing that accompanies them is worse. There's no fun or joy involved in the myriad of showtunes, and it certainly doesn't help that director Rob Marshall has chosen to film them in virtual darkness. Chicago may be reminiscent of an old-time jazz club, with it's smokey ambiance and sultry lyrics, but that's precisely what makes it so unpleasant to watch.

Though the storyline must have been considered fresh and exciting when the play first premiered in the '70s, it's now as original as a cop show on CBS. Bill Condon's screenplay hits us over the head with the fact that instant celebrities tend to be forgotten soon afterwards, a point that's not exactly original - especially in a society that turns computer pitchmen into stars. And when the script isn't hammering home that redundant message, it's ripping off All About Eve - though to be fair, that aspect of the film is probably the most intriguing (but, of course, it's merely touched upon before another song-and-dance number bursts onto the scene).

Movie Juice. Ramsey.
It's nice to know that the more perspective we gain on the O.J. Simpson murder case, the more commercially viable it becomes as a musical comedy. Sing along with me: "If the glove don't fit, you must acquit!"

Cumbres borrascosas

William Wyler, 1939
Reparto: Merle Oberon (Cathy Linton) Laurence Olivier (Heathcliff) David Niven (Edgar Linton) Flora Robson (Ellen Dean) Donald Crisp (Dr. Kenneth) Geraldine Fitzgerald (Isabella Linton) Hugh Williams (Hindley) Leo G. Carroll (Joseph, el sirviente de Cumbres Borrascosas) Miles Mander (Mr. Lockwood) Cecil Kellaway (Earnshaw) Rex Downing (Heathcliff niño)
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El romanticismo es imaginación.

Da la sensación, viendo el cine de los años cuarenta, que hay una forma de amarse de los años cuarenta. Quizá para algún espectador del futuro haya también un modelo de nuestros días. Fíjense en estas tres películas: “Lo que el viento se llevó” (1939), “Duelo al Sol” (1946), y esta. Una mujer ama locamente a un hombre, pero él es malo, o pobre, y elige a otro que le da seguridad. Dos personas se quieren pero a la vez se hacen la vida imposible. Cuesta creer que Escarlata O’Hara, Perla Chávez, o Cathy Linton no tuvieran otra opción que hacer daño al hombre que amaban.

La herida que Cathy causa en Heathcliff es injusta, porque en el fondo le quiere, y todo se queda en un malentendido. Heathcliff escucha tras la puerta cuando ella dice que no es digno de ella. Pero a continuación sigue explicando que en el fondo es la única persona a la que ama. La vela de la cocina donde conversa con la criada se estremece, ella tiene frío. De un modo indirecto, Wyler nos da a entender que Heathcliff se ha ido a mitad de la conversación, y no ha oído, ni oirá, que ella le corresponde.

Heathcliff acumula un agravio tras otro, y el final será su resarcimiento. Se venga del hermano mayor que lo maltrata. Se venga de la mujer que quiere. La película rezuma venganza gratuita porque las ofensas no eran graves. Hay un espíritu vengativo que no encuentra justificación en las afrentas. ¿Cuál es el gran pecado de Cathy? Ella quiere de verdad al mozo de la familia que su padre trajo de un arrabal cuando era niño. Lo quiere, pero coquetea con el vecino rico. Cathy tiene que elegir entre la pasión de Heathcliff y la vida resuelta con Edgar Linton. Cathy le pide a Heathcliff que huya y vuelva rico, pero a la vez lo necesita.

Cumbres borrascosas no tiene mucho que ver con el amor, sino con la imaginación. Heathcliff se va a América y vuelve con suficiente dinero para comprar Cumbres borrascosas desde donde sigue cortejando a Cathy. En su lecho de muerte ella confiesa que le quiere. Un romántico puede darse por satisfecho con esa frase y la escena final de sus espíritus unidos para siempre. Personalmente opino que uno quiere a quien tiene cerca y lo demás son pamplinas de la imaginación. El amor de Cathy es Liton por más que la cámara quiera convencernos que es ese cascarrabias resentido de Heathcliff. Las frases delirantes de una moribunda en su lecho de muerte no son el amor. Pero el cine crea esa “magia” innecesaria.

Mi vida sin mí

Isabel Coixet, 2003.
Reparto: Sarah Polley (Ann), Amanda Plummer (Laurie), Scott Speedman (Don), Leonor Watling (Vecina), Deborah Harry (Madre), Mark Ruffalo (Lee), Sonja Bennett (Sarah), Alfred Molina (Padre), Jessica Amlee (Penny), Kenya Jo Kennedy (Patsy), María de Medeiros, Deanne Henry.
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Las cosas que merecen la pena

Isabel Coixet ha rodado una película para invitarnos a reflexionar sobre qué cosas son importantes en la vida y qué cosas no. Su punto de partida es fácil y no lo ha usado para arrancarnos ninguna lágrima fácil. La protagonista tiene un cáncer avanzado y en dos meses se dispone a hacer que su vida merezca la pena. ¿Es eso posible?

La triste impresión que yo tengo, después de ver la película es que no; da igual que vivas veinte años más o que sólo vivas cuarenta días. Pero la película juega limpio intentando desbrozar de un mundo superficial aquellas cosas que son realmente importantes.

Los escaparates, la moda, los anuncios que nos bombardean, observa la protagonista, no son más que las mentiras con las que pretendemos engañarnos sobre el sinsentido de la vida.

Cuando Ann recibe la noticia de que va a morir elabora una lista de todo lo que quiere hacer en ese corto espacio de tiempo que va a ser su existencia. El resto de la cinta va a desarrollar ese guión sin grandes sorpresas, y quizá eso sea lo sorprendente. Ann quiere cambiarse el pelo, dejar en cintas de cassette grabados mensajes para sus dos hijas hasta que cumplan los dieciocho años, tener una aventura con otro hombre que no sea su marido, ver a su padre, decirle a sus hijas que las quiere todos los días que le quedan de vida, buscar una pareja para su marido cuando ella no esté.

La mayor heroicidad de esta heroína con mayúsculas es que no va contando su problema en busca de consuelo. Ella y nosotros sabemos que es efímera, los demás personajes no lo saben. Ellos viven días cotidianos, su hija mayor pica a la pequeña, su compañera del trabajo de limpieza se obsesiona por la dieta, y su madre se queja de todo el mundo como una cascarrabias. Todos desperdician sus vidas porque todos creen que van a vivir eternamente, pero Ann y el espectador les miramos desde la barrera, porque pronto estos personajes van a ser algo lejano.

Ann dedica dos meses a dejar una huella en sus seres queridos. Sus cintas de cassette, sus arreglos para buscar una novia a su marido, la huella que ella deja en un tercero. Todos esos detalles son conmovedores porque podemos ver a la protagonista repetida en infinitos recuerdos de aquellos que ahora la ven viva. El relato está saturado de ese sentimiento de las comedias de Capra en las que un hombre hacía estremecerse a otros miles con sus palabras (Juan Nadie, Caballero sin espada, Vive como quieras, Que bello es vivir), y con su padecimiento.

¿Vale la pena vivir en el recuerdo? ¿Grabar recuerdos para los demás? Coixet escapa de la superficialidad. Pero ese camino tampoco resuelve la existencia.
Mateo Sancho Cardiel | La butaca. (8/10)
Como desvela el título, “Mi vida sin mí” refleja el diseño que Ann trata de hacer de la vida de su fa-milia cuando ella muera. Sin compartir el diagnós-tico con nadie, tratará de confeccionar sus últi-mos meses como una oportunidad para recuperar el tiempo perdido, una carrera contrarreloj para disfrutar de la cosecha sembrada durante el breve periodo de veintitrés años de vida que arranca con un decálogo de propuestas que, en su ternura, en la cápsula de sentimiento que encierra en cada línea, marca el embriagador aroma de la película.

Diego Vázquez | La butaca. (7/10)
El tema de la muerte anunciada (y más cuando se guarda para uno mismo y no se comparte) no es para nada sencillo y tan fácil es caer en el tre-mendismo y la hipérbole como quedarse dema-siado fuera y en la superficie. Esta cinta está más cerca de este último extremo, y de hecho se de-ja caer en más ocasiones de las deseadas en el mal de “cada cosa en su sitio”, un error que le hace mucho daño. Es bien conocida la acusada tendencia de su directora a los manieris-mos visuales, al esteticismo más innecesario y a ese look a anuncio publicita-rio, a tener todo limpio y reluciente (incluidos los propios personajes, de una sola pieza), que le contamina desde su profesión habitual en el mundo de la publicidad (desgraciadamente famosos son sus cursis anuncios de compre-sas), empañando en demasiados momentos las imágenes del film y algunos de sus diálogos (a veces de una poesía facilona muy molesta), lo que lo des-virtúa y le resta fuerza al hacer obvios y clichés sus secretos, impidiendo que éste llegue a la pura emoción que roza con los dedos.

Metrópoli | Alberto Bermejo. (3/5)
casi nadie le parece natural morirse, pero mucho menos a quien apenas sobrepasa los 20 años, como la protagonista de esta bella película titulada elocuentemente Mi vida sin mí, en alusión a un esfuerzo estratégico e imaginativo por dejar organizado el entorno afectivo y familiar para cuando llegue ese momento terrible e inminente de la desaparición. La nueva película de Isabel Coixet gira en torno a la decisión verdaderamente heroica de una joven trabajadora de la limpieza, madre prematura de dos niñas, de guardarse para sí la noticia de que padece una enfermedad terminal y establecer una especie de decálogo para aprovechar lo mejor posible ese corto espacio de tiempo. «Cosas que hacer antes de morir», como se dice a sí mismo el personaje, para provocar el menor dolor posible entre sus seres queridos, pero también para darse alguna que otra satisfacción personal, poner en práctica alguna de esas ensoñaciones que habitualmente se posponen indefinidamente por simple sentido de la responsabilidad. La piel del personaje la pone la deslumbrante actriz Sarah Polley, que acapara la atención de la cámara y comparte generosamente la pantalla con un reparto de lujo en el que brilla con luz propia la española Leonor Watling, en un papel pequeño pero magnífico en el que deja constancia de su talento y de su indistinta credibilidad en inglés o en castellano. La cineasta Isabel Coixet ha vuelto a encontrar emoción e intensidad en paisajes lejanos y en una lengua ajena, rodando en Canadá y en inglés, proyectando sobre la pantalla imágenes decididamente realistas, que, vistas desde la perspectiva de lo que habitualmente es el cine español, sólo puede entenderse como parte de un sugerente ejercicio de estilización, una pirueta deslumbrante y arriesgada que desarrolla las cuitas desgarradas de esos personajes en espacios aparentemente reales, pero que forman parte en realidad de ese territorio maravillosamente abstracto que es el cine. Mi vida sin mí impresiona y emociona, pero también reconforta.
William Wyler, 1946
Reparto: Myrna Loy (Milly Stephenson) Fredric March (Al Stephenson) Dana Andrews (Fred Derry) Teresa Wright (Peggy Stephenson) Virginia Mayo (Marie Derry) Cathy O’Donell (Wilma Cameron) Hoagy Carmichael (Uncle Butch) Harold Russell (Homer Parrish) Gladys George (Hortense Derry) Roman Bohnen (Pat Derry)
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Héroes en tiempos de paz

Acaba la segunda guerra mundial tres soldados vuelven a casa. Homer ha perdido ambas manos y ahora usa unos garfios para encenderse un cigarrillo (Al actor también le faltan los brazos). Fred Derry es oficial casado con una hermosa muchacha, pero en su vida civil trabaja de camarero y cobra un sueldo pequeño, en cambio Al Stephenson tiene menor graduación pero en su vida civil es un próspero banquero.

¿Qué une la vida de estos tres hombres? Wyler reconocía después de rodarla que no hubiera podido hacer esa película de no haber pasado por la experiencia de la guerra. Homer es un herido de guerra que consigue hacer llorar al espectador en un plazo de tiempo record. Justo al empezar la película se resiste a entrar en su casa, se planta en el jardín, de pie sin sus brazos, esperando a ver la reacción de sus padres y de su novia. Homer tiene que aprender a superar un trauma, porque aunque su novia le quiere tullido, él no se acepta a sí mismo.

Al y Fred Derry representan otro valor castrense, la igualdad. Al es millonario, Fred es pobre, pero en la guerra él segundo tiene mayor graduación. Al Stephenson aporta los mejores chistes de la película cuando se emborracha, aunque no los suficientes para equilibrar las lágrimas (recuerden el principio de Disney: por cada lágrima una broma). Desde su puesto en el banco lucha por dar oportunidades a los soldados que se reincorporan y por facilitar los créditos. Es su lado heroico. Fred se enamora e su hija, pero está casado. Fred es infinitamente formal. Nunca había visto personajes tan serios hablando de sus sentimientos en el cine.

¿Hay algo peor que escuchar a unos licenciados hablar de su vida militar? Lo hay, escucharles hablar de su vida militar disfrazándolo de ejemplos en la vida civil. Lo hicieron todos los directores de ciencia ficción de los cincuenta. Rodaban películas de marcianos porque se les habían acabado los japs y los nazis, pero el espíritu era el mismo. “Cayo Largo” narra otra hazaña de un héroe de guerra, aunque parezca que habla de gangsters. “Los mejores años de nuestra vida” recupera de la vida castrense los valores más humanos de las relaciones masculinas, por desgracia, también los más pasteleros.


Los mejores años de nuestra vida

Hay un aspecto de la constitución de Liberry Films que me parece importante. Los cuatro hemos servido en las fuerzas armadas y nuestra plantilla de escritores y ejecutivos también han luchado en ultramar. Todos los que formamos Liberry Films hemos participado en la mayor experiencia de nuestra época. Y, aunque no puedo demostrarlo, sé que esto tendrá un efecto saludable en nuestro trabajo. Sé que no podría haber dirigido Los mejores años de nuestra vida de la misma manera en que lo hice si no hubiera tenido mi propia experiencia del ejército. Pero además del conocimiento específico de la guerra y de los hombres en la batalla, creo que todos nosotros hemos aprendido algo y hemos adquirido una visión de mundo más realista. Frank Capra me ha dicho que lo cree así firmemente y sé que George Stevens no es el mismo hombre tras haber visto los cadáveres en Dachau.
Hollywood, en ocasiones, se aleja mucho del mundo. Pero no tiene porqué ser así. Desgraciadamente, en este momento, las películas de Hollywood se apartan de la corriente general de nuestra época. No reflejan el mundo en el que vivimos. No aportan nada al público de aquí y aún menos al público extranjero. Ya es hora de que en Hollywood nos demos cuenca de que el mundo no gira alrededor de nosotros.
William Wyler, “No magic wand”, The Screen Writer, febrero 1947.

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En un cierto sentido. Los mejores años de nuestra vida está todavía emparentada con esas producciones didácticas, con esa pedagogía de los servicios cinematográficos del ejército americano de los que Wyler acababa de salir. La guerra y la conciencia que hizo tomar sobre bastantes aspectos de la realidad, han influenciado profundamente, como se sabe, al cine europeo; sus consecuencias han sido menos sensibles en Hollywood. Sin embargo, muchos realizadores se han visto envueltos en ella, y algo de la inundación, del ciclón de realidades que ha desplegado sobre el mundo, ha podido traducirse en América por una ética del realismo. (...)

Se sabe además qué cuidados ha consagrado a la preparación del film más largo y sin duda más costoso de su carrera. Sin embargo, si Los mejores años de nuestra vida no fuera más que un film de propaganda cívica, todo lo hábil, honesto y conmovedor que se quiera, no merecería una tan prolongada atención. El guión de La señora Miniver no es, a fin de cuentas, muy inferior a éste, pero ha sido probablemente realizado sin que Wyler se planteara ningún problema particular de estilo. El resultado es más bien decepcionante. Por el contrario, en Los mejores años de nuestra vida, el escrúpulo ético de la realidad ha encontrado su transcripción estética en la puesta en escena. No hay nada más absurdo que oponer, como se ha hecho frecuentemente a propósito del cine italiano o soviético, el “realismo” y el “estetismo”. No hay, en el verdadero sentido de la palabra, film más “estético” que Paisa. La realidad no es el arte, pero un arte “realista” es el que sabe crear una estética que integra la realidad. Gracias a Dios, Wyler no se ha limitado a respetar la verdad psicológica y social del guión (en lo que por lo demás no ha tenido un éxito rotundo) y a cuidar el juego de sus actores. Ha intentado encontrar equivalentes estéticos para su puesta en escena. Procediendo de una manera concéntrica citaría en primer lugar el realismo del decorado, construido con sus dimensiones reales y en su totalidad, completo (...). Los actores y las actrices llevan exactamente los trajes que hubieran llevado en la realidad y sus rostros no estaban más maquillados que de ordinario. Sin duda, este detallismo casi supersticioso para dar veracidad a lo cotidiano, es particularmente insólito en Hollywood, pero su verdadera importancia no reside quizá tanto en las garantías materiales que da al espectador como en la inversión que debe fatalmente introducir en la puesta en escena: en la iluminación, en el ángulo de la cámara, en el comportamiento del actor. (...)

Gracias a la profundidad de campo, que puede venir a completar la interpretación simultánea de los actores, el espectador tiene la posibilidad de hacer, al menos por sí mismo, la operación final de planificación. (...) El sadismo de Orson Welles y la inquietud irónica de Renoir no tiene sitio en Los mejores años de nuestra vida. No se trata de provocar al espectador, de capear su atención para desconcertarle. Wyler quiere sólo permitirle: 1°, verlo todo; 2°, escoger “a su agrado”. Es un acto de lealtad en relación con el espectador, una voluntad de honestidad dramática. Las cartas están codas sobre la mesa. Parece en efecto, al ver este film que la planificación habitual hubiera tenido aquí algo de indecente, una especie de juego de prestidigicación: “Mirad por aquí”, nos habría dicho la cámara, “ahora, por allí”. Pero ¿entre los planos? La frecuencia de los planos generales y la perfecta nitidez de los fondos contribuyen enormemente a tranquilizar al espectador y a dejarle la posibilidad de observar y de elegir e, incluso, el tiempo de formarse una opinión, gracias a la longitud de los planos. La profundidad de campo de William
Wyler quiere ser liberal y democrática como la conciencia del espectador americano y los héroes del film.

André Bazin, “William Wyler o el jansenista de la puesta en escena”, en ¿Qué es el cine?, Rialp, 1966.

La vida de nadie

Eduard Cortés, 2003.
Reparto: José Coronado (Emilio Barrero), Adriana Ozores (Agata), Marta Etura (Rosana), Roberto Álvarez, Adrián Portugal, Rosa Meras.
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El verdadero terror

Si Billy Wilder hubiera cogido este argumento se lo hubiera pasado estupendamente creando equívocos con la vida real de Emilio Barrero y con la que finge llevar. De hecho, se puede decir que la vida de este hombre, que vivió en la realidad y saltó a luz en los periódicos es la historia que siempre cuenta Wilder.

A los cuarenta años, Emilio tiene una casa, un hijo y una esposa, ha mentido con una carrera que no ha estudiado, una casa que no es suya, un cargo en el banco de España que no desempeña. Y sostiene esa mentira con el dinero de sus seres queridos que él maneja haciéndoles creer que está invirtiéndolo.

El talento de Cortés ha consistido en evitar los caminos más fáciles. No ha mostrado a un Emilio sinvergüenza y picarón aprovechándose de los bancos y millonarios como en “Atrápame si puedes”, y tampoco ha caído en la trampa de castigarlo. Cortés se ha concentrado en hacer creíble una mentira que aunque ocurrió en la realidad (El personaje real asesinó a su mujer y a sus dos hijos) es difícil de hacer creer en la pantalla. Y con minuciosidad nos arrastra en una bola de nieve que ya resulta desasosegante por sí misma, sin necesidad de añadir ninguna retórica.

El final delata el carácter principiante de este trabajo porque no ata con solidez un planteamiento inexorable. Personalmente yo hubiera elegido ciertas elipsis.

Shakespeare pone en boca de Romeo (Romeo y Julieta) y en Shylock (El Mercader de Venecia) la última reflexión de Emilio Barrero. Los dos personajes de Shakespeare se preguntan donde está eso que tanto nos importa, la raza, los apellidos. Los valores más importantes para mucha gente, como la clase social no son parte de uno mismo. Alguien puede saltárselos a la torera, como el personaje de DiCaprio o el de José Coronado. La mentira es algo casi cotidiano, uno fantasmea cuando puede, pone cuernos, se añade ligues que no ha conquistado o se quita años. A su hijo, Emilio le hace creer que puede matar cien osos, pero esa mentira la cuentan todos los padres. Hasta aquí podríamos reírnos, pero Emilio no tiene gracia. Emilio no puede dar marcha atrás y decirle a todo el mundo “anda que broma os he gastado,” como los personajes de Wilder. El director no se dio cuenta del gran chiste que estaba contando, por eso no llegó a la altura del verdadero Kafka, se quedó en el Kafka que todos solemos interpretar.
Diego Vázquez. La butaca. (4/5)
En el caso de Cortés se trataría de una mirada no tan profunda como la de Cantet, pero que se atreve a llevar el suceso a la realidad de un Madrid en el que José Coronado (quien está revitalizando su carrera de actor a pasos agigantados con sus últimos trabajos, como si de un auténtico renacer se tratara), Adriana Ozores y el resto de un magnífico reparto (hasta Marta Etura está aprovechada), dan vida a la historia de un economista del Banco de España (convertido el lugar en un escenario de una frialdad exquisita), de vida perfecta y plena, de no ser porque toda ella es un enorme engaño, el cual se tambaleará hasta sus últimos límites con la aparición de una joven (la citada Etura) de la que Coronado se enamorará, como el primer acto real en muchos años ocurrido en su vida, que coincide en parte con lo sucedido en el caso real.

Criticalia. Enrique Colmena. (3/5)
Sobre una historia verídica que ocupó las páginas de los periódicos hace unos años (un hombre que fingía tener trabajo y mantuvo la quimera hasta que no pudo más y terminó matando a su familia) se han realizado ya tres versiones al cine, más o menos libres, dos francesas ("El empleo del tiempo" y "El adversario") y una española, esta "La vida de nadie".
Un guión habilidoso, cuya mayor virtud es ser verosímil dentro de lo increíble de la situación, una dirección muy personal, que revela a un cineasta dúctil y con intencionalidad, y una excelente interpretación de José Coronado y Adriana Ozores, redondean una película notable.

Javier Castro. Miradas. (3/5)
La ópera prima de Eduard Cortés supone un soplo de aire fresco contando una historia que sorprende sin aspavientos, sin pretensiones autorales o trascendentes, con un guión bien construido y dirigido durante casi todo el metraje, y unas interpretaciones estupendas.
En el clímax final se nota cierta inexperiencia en el director, que no le da el ritmo necesario y queda un poco ralentizado y reiterativo perdiendo parte del efecto, así como en algunos momentos de los comienzos de la película, aunque en general es divertida (ya se sabe que lo contrario de divertido no es serio, sino aburrido).
Mark Steven Johnson, 2003
Reparto: Ben Affleck (Matt Murdock / Daredevil), Jennifer Garner (Elektra Natchios), Michael Clarke Duncan (Kingpin), Colin Farrell (Bullseye), Jon Favreau (Franklin 'Foggy' Nelson), Joe Pantoliano (Ben Urich), David Keith (Jack Murdock), Scott Terra (Joven Matt Murdock), Erick Avari (Nikolaos Natchios), Coolio (Daunte Jackson), Ellen Pompeo (Karen Page).
Guión: Mark Steven Johnson; basado en los personajes creados por Stan Lee, Bill Everett y Frank Miller.
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Y yo sin mis superpoderes

Daredevil es deudora de la gran película de acción del siglo XX, como lo son todas las que se hicieron después, es deudora de Matrix. No conozco el comic pero dudo que se dedicaran a dar tantos saltos de aquellos que Neo practicaba en simulador. Algún lector asiduo de Marvel podrá corregirme. El salto en el cine es, desde que se rodó Matrix, una transgresión autorizada de las leyes físicas. Hasta Matrix no se podía rodar un salto de veinte metros entre dos azoteas, pero ahora parece que ningún director tiene miedo de que el espectador le de una tova y le diga “pero hombre, ¿quién se va a creer una mentira como esa?” desde Matrix, saltar el triple de distancia que Bob Beamon es perfectamente razonable, si era verdad allí ¿por qué no va a serlo en las demás? Es como desmayarse por un golpe en la cabeza. La cosa no es frecuente en el mundo real, pero si el espectador se lo cree en una película se lo tiene que creer en todas. Los directores que no quieren matar a sus secundarios los hacen desmayarse con un amable golpe en la nuca, y asunto arreglado. Las leyes del cine no son las del mundo y hay que aceptarlo.

Lo que ocurre es que yo no entiendo que tiene un ciego, una muchacha entrenada en las artes marciales, o un lanzador de objetos infalible que no tenga yo para saltar de azotea en azotea como el que va a la compra ahorrándose esperar los semáforos. Que conste que en Matrix yo no tenía que creerme nada, al fin y al cabo la gente saltaba 30 metros porque jugaba a un videojuego, y eso no me pedía ninguna credibilidad, sólo estrañaba que el joystick lo tuvieran metido en la nuca en forma de puerto USB.

Daredevil es un hombre sin miedo, y es un ciego que ve con sus otros sentidos. Desarrollar estos temas hubiera sido más interesante que esos otros temas que encandilaron al director. De la valentía que da nombre al héroe, Aristóteles le hubiera enseñado a los creadores que su lugar esta en el término medio entre dos extremos que la película traspasa sin cesar. A Steven Johnson le gustó explicarnos que su protagonista no es un malo y no hace daño como los malos. Pero se lo pasó mejor diciéndonos como ligan dos superhéroes. En lugar de quedar para ir al cine se dan una superpaliza y se demuestran lo que saben de taekwondo. Es ligar como los chicos de fama que hacían números estupendos de baile. Los protagonistas que saben hacer cosas tan originales dan la sensación de que sólo saben ligar consigo mismos.

Matt Murdoch es ciego desde los doce años. De día defiende casos en un tribunal y de noche ‘apatrulla’ la ciudad desde una cornisa. La justicia norteamericana, a pesar de ser mucho más severa que la española deja escapar a muchos asesinos (como O.J. Simpson, o Joaquín José) lo cual le quema la sangre así que cuando sale del juzgado se pone un traje de cuero y ajusta cuentas. Si esta faceta del héroe funcionase resolvería ese trecho que siempre hay entre la justicia y la legalidad. Tarea, por cierto, en la que tiene competidores ejemplares como Chuck Norris, Van Damme, o Stallone, todos fascistillas y algo descerebrados.

Todos estos justicieros hablan del divorcio entre un mundo real donde no se puede hacer nada y un mundo ideal donde todo vale. Matar a un criminal que se lo merece, batir a Bob Beamon... Si bien no es lo mismo saltarse una ley de la física que una ley del código penal. El segundo no es definitivo.

Gangs of New York

Martin Scorsese, 2003
Reparto: Leonardo DiCaprio (Amsterdam Vallon), Daniel Day-Lewis (Bill 'El Carnicero'), Cameron Diaz (Jenny Everdeane), Jim Broadbent (Tweed), John C. Reilly (Jack), Liam Neeson ('Cura' Vallon), Henry Thomas (Johnny Sirocco), Brendan Gleeson (Monk), Gary Lewis (McGloin), Stephen Graham (Shang).
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Nueva York Gótico

A los romanos les ocurría lo mismo que a los neoyorkinos de hoy. Solían pagar a historiadores para que les inventaran sonoros árboles genealógicos y míticos orígenes de su ciudad. Scorsese ha aceptado de buen talante el trabajo de rápsoda y quizá con más entusiasmo en un momento como este en que la ciudad aún no ha acabado de restallar sus heridas y anda enfurecida buscando dictadores orientales que paguen su afrenta.

Gangs of New York es espectáculo. Desde la primera escena de la película que recorre con un travelling fastuoso los preámbulos de una batalla entre bandas hasta el final que reproduce otra batalla de bandas, uno no tiene un solo segundo para respirar, aburirse o para desconectar de una trama compacta.

Leonardo DiCaprio, Ámsterdam Vallon, es el hijo de un cabecilla irlandes que es asesinado por Bill el Carnicero en una guerra de bandas con tintes racistas. Como un Hamlet moderno, DiCaprio persigue al asesino y aplaza la fecha de su venganza de un modo interminable y fatal. Un viejo amigo le dice que no imite a Shakespeare.

Bill el Carnicero es un Shylock sediento de sangre que se ensaña con trozos de carne y ajustes de cuentas sanguinarios. El personaje de Daniel Day-Lewis es una mezcla de casquería vulgar con tintes góticos. Su forma de hacer política y de imponerse se reduce a su uso del cuchillo. Bill es la violencia física y morbosa.

La mejor parte de la película es la que se inspira en el libro, que, por cierto no es novela, sino ensayo histórico. La enumeración de la infinidad de bandas, el nombre de cada tipo de hurto que practicaba la gente de la calle y otros detalles documentales son para mi gusto el mejor plato de la película. Esa salsa de datos históricos de violencia, atropellos y abusos (como la paradoja de los inmigrantes recien llegados pasaban por una mesa donde recibián la nacionalidad americana y salían por otro extremo donde eran reclutados como ciudadanos americanos) funciona a la perfección en el entorno gótico de las cavernas donde se esconde la banda de los irlandeses, y aún mejor con el retrato sanguinario del carnicero.

Sin embargo hay otros datos históricos relacionados con la guerra civil y con las luchas sociales entre la aristocracia impoluta y los desarrapados que rompe con el clima de la película. No vale cualquier tipo de relato para colar consignas políticamente correctas como la igualdad de razas o la injusticia social en el siglo XIX, y desde luego, un relato gótico no era el mejor marco. No lo es porque cuando uno entra en ese mundo sanguinario y desalmado se deja la conciencia en la puerta y saborea la sangre, de modo que la voz redentora del Scorsese que quiere hacer discurso social lo coge a uno desnudo igual que si lo vienen a sermonear en medio de un burdel.

El mayor defecto de Gangs of New York, es que no se eleva por encima del espectáculo que ofrece. Y es cierto que no hay por qué pedirle a una película más si sólo quiere ofrecer espectáculo y diversión. Si bien en un caso como este, anunciado con fanfarrias y pidiendo tres horas de mi tiempo que no regalo tan a gusto, no es extraño que un servidor esperara no sólo espectáculo, sino otro incendio de Roma.
Tonià Palleja. La butaca | Canal # Cine. (4,5/5)
"Gangs of New York" es como una de esas enormes locomotoras de vapor, de férrea presen-cia, mecánica precisión y espectacular avance. Puede que le cueste arrancar, pero una vez que entra en calor y toma velocidad, se convierte en una mole imparable y vertiginosa. Al final de la proyección, el espectador colmado, exhausto an-te semejante vorágine, se recupera del huracán tomando aliento mientras ve circular los títulos de crédito, y se siente colapsado, como víctima del síndrome de Florencia: demasiado en tan poco tiempo –incluso los más de 160 minutos de duración parecen escasos para dar cabida a tantas emo-ciones, idas y venidas, héroes, gestas, luchas y malvados...–.

Pablo del Moral. La butaca. (7/10)
Desde luego, las ideas que expresa "Pandillas de Nueva York" son loables, y hacen un incisivo y acertado comentario sobre la actual sociedad norteamerica-na. Pero una lección ideológica no es necesariamente la base de una buena película, especialmente cuando la narrativa es tan floja y difusa como en esta cinta. Con la excepción de Daniel Day-Lewis como Bill el Car-nicero, el resto de los personajes se sienten huecos. Sólo están dibujados por sus más burdas características: venganza, pobreza, etnicidad. No hay real-mente personalidades en la cinta, sólo arquetipos... digamos que los persona-jes son como piezas de ajedrez, con funciones específicas pero sin motivación ni humanidad. En verdad lamento mucho esta situación, pues por lo general se puede contar con Scorsese para crear poderosas emociones, aunque sea reba-jándose a utilizar exagerado melodrama y tragedia operística. Parece irreal que una cinta con tan extrema violencia como "Pandillas de Nueva York" carezca de impacto emocional.

Mr Cranky. (-2/-4)
I expect "Gangs of New York" to increase dental exams across the country. After all, who could resist dentists' potentially potent new slogan: Have white teeth -- have sex with Cameron Diaz. I'm going to get a cleaning right now.

Scorsese: ambición y grandeza. CARLOS BOYERO
MADRID.- Martin Scorsese ha utilizado siempre el engañoso envoltorio de la ficción para hablarnos de lo que ha conocido profundamente en la vida real, de los personajes, ambientes y sensaciones que han marcado su existencia, de sus recuerdos más intensos de infancia y de adolescencia, de las historias que le contaron sus mayores. Su irrenunciable patria, su territorio más amado, el alimento de su arte no es Estados Unidos, sino la caótica, tensa, dura, fascinante y compleja ciudad que le parió.

Lou Reed, en una hermosa, vibrante y memorable canción hacía una arrogante, conceptual y tajante declaración de principios morales afirmando: «Soy un hombre de Nueva York». Woody Alíen y Scorsese comparten esa certidumbre sobre las señas de identidad de su personalidad y de su arte. Son hijos de Nueva York, artistas de Nueva York, y nos hablan con un lenguaje magistral y con la autoridad que les otorga el conocimiento y el amor a esa Babel en la que ocurren todo tipo de cosas. Retratan su olor, su luminosidad, su negrura, su vitalismo, su ritmo, su magia, su violencia, sus calles apacibles, sus calles tenebrosas.

En Gangs of New York Scorsese retrocede en el tiempo para describirnos los orígenes de su eterno icono. Posee datos y referencias muy precisas sobre la arquitectura de su ciudad y la gente que la habitaba. Los utiliza con sabiduría y su poderosa imaginación, unida a la de sus brillantes guionistas, se inventa una historia que huele a real, llena de ruido y de furia, de épica y de horror, de pasión y de lírica. Combina con el pulso de un clásico la historia y la leyenda, la acción y el intimismo, el miedo y la determinación, el abrasivo retrato coral y la descripción más sutil de las emociones.

En La edad de lo inocencia Seorsese recreaba la Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX. Allí describía el universo de los ricos, de lo aristocracia de Manhattan. Narraba una imposible historia de amor, jodida por las convenciones sociales, la hipocresía y el temor al veredicto de la opinión colectiva, el gozoso nacimiento de lo que pudo ser y el trágico crepúsculo de lo que no fue. No había sangre ni violencia externa. Las formas eran exquisitas pero el fondo era estremecedor. Hacía la crónica del peor de los fracasos, el de no haber sido feliz.

Miseria y desesperación

En Gangs of New York retorna a la misma época, pero aquí el problema ya no es vivir, sino sobrevivir. Muestra la miseria y la desesperación que la acompaña, la ley de la selva y sus inflexibles reglas, el hacinamiento y la sordidez, la feroz batalla entre los nativos y los emigrantes, la corrupción de los políticos y de la policía, la invisible línea divisoria entre la delincuencia y el orden, los ritos iniciáticos y la irrenunciable venganza, la necesidad de pertenecer a un clan para no sentirse perdido y la traición a tu gente en nombre de las sucias salvaciones cotidianas, la tentación de huir y la implacable tiranía del fatalismo, la violencia como exclusiva forma de relación y de poder y los transparentes y salvajes orígenes de la revolución de la plebe.

Tengo que retroceder mucho tiempo para encontrar el grado de aterrada hipnosis que me provoca el adrenalínico arranque de esta película. Un hombre majestuoso y vestido con una sotana que le exige a su pequeño hijo que jamás limpie de su navaja la sangre que ha derramado. Tambores obsesivos que van congregando alrededor de este temible jefe de la tribu a sus desharrapados y volcánicos guerreros en un escenario que desprende el aroma del universo que pintó el Dickens más sombrío. Una calle nevada en la que el ejército enemigo espera el desafío y la batalla que perpetuará el dominio del vencedor, acaudillado por el inolvidable Bill el Carnicero, racista, xenófobo y cruel, exhibiendo como certificado de guerra sus depredadores cuchillos y un ojo de cristal en el que está grabado un águila. Es el prólogo de la catarsis, del bestial cuerpo a cuerpo con armas cortantes, del vencer o morir.

El enganche de esta magistral secuencia inicial permanece durante casi tres horas que pasan volando. Asistiremos a la inaplazable venganza del cachorro contra el matador de su padre, la complicidad afectiva y la admiración mutua de los que están condenados a enfrentarse, la tenebrosa evolución de unos barrios insomnes en los que el fuerte se ceba sistemáticamente con el débil. Todo desprende autenticidad, vida y sentimientos intensos. Esta película posee el sello que identífica a las obras maestras. No hay tiempos muertos, ni balbuceos, ni relleno, ni impotencia. Sus ambiciones son enormes, pero el resultado también. Es grandiosa en todos los sentidos.

El jardín de la alegría

Nigel Cole, 2000
Reparto: Brenda Blethyn (Grace Trevthyn), Craigh Ferguson (Mathew Stewart, el jardinero) Martin Clunes (Dr. Martin Bamford) Tchéki Karyo (Jacques Chevalier) Jamie Foreman (China MacFarlane) Bill (Vince) Valerie Edmond (Nicky, la novia de Matthew) Tristan Sturrock (Harvey) Clive Merrison (Quentin Rhodes) Leslie Philips (Vicario Gerald Percy)
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Se atreve a ser moderna, pero no revolucionaria

A la muerte de su marido, la Sra Trevethyn descubre que este le dejó sólo deudas y que va a perder su bonita casa. Busca un plan para salir del atolladero y sólo encuentra una solución en sus conocimientos de jardinería: va a colaborar con su jardinero en cultivar marihuana.

El interés de “El jardín de la alegría” está tanto en los personajes secundarios como en la propia aventura de la protagonista convertida de ama de casa burguesa a traficante de droga blanda. Y tiene más interés por su retrato de la burguesía rural escocesa que por el planteamiento que hace del conflicto entre la legalidad y lo justo.

El secundario más rico es el jardinero vago y porrero. Él está enamorado y su relación con la simpática marinera sirve para montar de cuando en cuando algunos video clips románticos de los ochenta.

La sociedad del pequeño pueblo de Grace está compuesta por la aristocracia de todos los pueblos pequeños, el policía, el cura, el médico, dos simpáticas vendedoras. Y la película consigue sus mejores momentos cuando hace que los personajes salgan de su dura coraza y se comporten como niños. Los malentendidos con la marihuana y sus efectos provocan las mejores bromas. Como por ejemplo cuando las dos encargadas de la tienda confunden las hojas de hachis con te y montan un número detrás de la barra. Los asiduos del bar son lo más memorable, y la fiesta que montan cuando ven las luces del invernadero una de las bromas más felices.

La protagonista arruinada tiene que elegir entre dejar su casa o hacer algo que legalmente está prohibido. Todos los que la conocen en el pueblo la quiere y hacen con gusto la vista gorda ante lo que es un delito minúsculo. El público está más que comprado por esta mujer madura y simpática. Sin embargo era evidente que los creadores no se iban a atrever a mojarse a favor de una legalización que clama al cielo. Se puede decir de ellos lo mismo que de la música y de los actores: que se atreven a ser modernillos pero no revolucionarios.
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