House



Llamar por teléfono, escuchar música, mandar cartas, las hojas de papel, los mapas, la capa de ozono, la economía... Todo está patas arriba con el milenio recién estrenado. Lo que House quiere cambiar es otra cosa tradicional, nuestra ética, esa mochilita de verdades que todos llevamos a todas partes.

House no es nuestro héroe por la cantidad de vidas que salva, es nuestro héroe por la batalla que ha entablado con la moral vigente. En la primera temporada parecía que sólo le había declarado la guerra a la hipocresía. La batalla era enunciable en aquella frase que repetía tanto: “todo el mundo miente”. ¿Mentiría él? Un millonario compraba el hospital y lo ponía a prueba: si quieres que no despida a uno de tus subalternos tienes que mentir. Era la batalla de David contra Goliat y todos estábamos de parte de House.

Pero House no deja de crecer. Su mirada se dirige a muchas otras verdades del siglo XX. El médico que salva vidas en África no es un héroe para House que huye de los altruismos huecos. El amor de los hermanos, de las parejas, el sexo, el trabajo, la vocación, la vejez y la adolescencia, aparecen en cada capítulo para que House las haga salir escaldadas. Cada personaje que pasa por la consulta podría ser uno de nosotros. La mirada de House sorprende porque es una mirada nueva alejada de los tópicos idealistas. El espectador espera cada capítulo para saber que tiene que decir el médico huraño sobre un tema que le atañe. Y tiene el añadido de que Gregory House no va a hablar con los modales de un santurrón para pedirnos nuestro amor o nuestra admiración incondicional. Pontifica agarrado a su bote de vicodina como un yonki desesperado. Escucharle sale gratis en términos de transferencia.

En todas las series estadounidenses hay un negro para cumplir con la cota de pantalla. En House, Foreman está para forzar cerraduras. Eso significa que los americanos ya no necesitan pedir perdón a los negros por ser unos racistas impenitentes. Cameron está para reflexionar sobre el humanismo, y Wilson para que el héroe no esté solo y para medir la amistad.

La serie House es una cocina del siglo XXI donde se elaboran las recetas del nuevo hombre y se reparan las viejas y caducas. Yo les aconsejo que se enganchen al fenómeno porque aunque quieran ignorarlo es probable que alguien a su lado esté siguiendo la serie. Habrá quien escuche a House sin discutir y acepte sus planteamientos, y habrá quien los discuta y quiera saber si son aplicables. En ambos casos acabaremos viendo una respuesta house cerca de nosotros y es bueno estar preparado.

The host



El heroe payaso


Bong Joon-ho, 2006
Reparto: Song Kang-ho (Park Gang-du), Byun Hee-bong (Park Hee-bong), Park Hae-il (Park Nam-il), Bae Doo-na (Park Nam-joo), Ko A-sung (Park Hyun-seo), Lee Dong-ho (Se-ju), Lee Jae-eung (Se-jin).
Guión: Bong Joon-ho, Hah Joon-won y Baek Chul-hyun; basado en un argumento de Bong Joon-ho.
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Las sandeces del cine coreano corren el riesgo de gustarnos por el simple motivo de que no son las sandeces del cine americano. Yo prefiero no ir corriendo a colgar trofeos cada vez que veo a dos señores de ojos rasgados comiéndo una sopa instantánea con palillos por el hecho de que aquí usemos cuchara.

El protagonista, al que llamaré el protagonista porque nadie es capaz de recordar un nombre coreano, es un tipo de perdedor realmente patético. Teñido de rubio, con un empleo mísero en un puesto de golosinas, dormido todo el día, cuida de de una hija que ejerce de madre ante semejante perdedor. Es un tipo de héroe que puede funcionar en oriente porque está calcado de los estereotipos de cualquier película de karate de serie B. Pero a mi me molesta por la imitación burda que hace del rebelde occidental y porque quizá en nuestro cine conectamos con el perdedor pero nunca con el payaso. Para hacer payasadas, aquí el héroe siempre tiene a un amigo.

Más extraño que la comida y las señales de tráfico resultan las relaciones familiares. El protagonista pierde a su hija a manos de la bestia y los dos hermanos lo corren a gorrazos. Uno no sabe si el espectador autóctono percibe la escena como cómica o dramática, pero siente una imperiosa necesidad de que acabe pronto.

Los coreanos recuerdan su pasado dictatorial igual que los españoles, añoran las barricadas. Uno de los hermanos prepara cócteles molotov mientras el taxista le recuerda que ya tienen democracia. El mal de la bestia encierra acusaciones políticas de trazo grueso. El engendro es culpa del ejército americano que manipula productos químicos en su base militar. El cirujano que quiere demostrar que el monstruo porta un virus contra toda evidencia es un americano estrábico.

El monstruo no se come a las víctimas, las guarda en una despensa. El padre se lanza a la busca de su hija cuando oye su voz en el móvil, lo cual arranca un punto de emoción. Pero un funcionario policial se niega a tomarlo en serio y lo detiene por chalado, lo cual queda a medio camino entre la crónica kafkiana, el sainete, y la denuncia de la burocracia coreana. Nunca sé cuando un coreano está de coña y cuando va en serio.

La bestia es una imagen infográfica aceptable. El ordenador que usaron no era de última generación, o bien le faltaban algunos megas de RAM, pero es lo de menos. Al principio persigue a la gente como una atracción de feria. Empezamos a tomarlo en serio cuando se come a sus víctimas. La niña, encerrada en un recoveco de la guarida, tiene la opción de sentarse a esperar o arriesgarse a buscar una manera de salir. Cuando la niña se juega el pellejo empieza el espectáculo. Es lo poco que queda del sello del director de “Memories of murder”. Eso y un par de escenas intimistas que no pegan en la trama. Puede que le hiciera mucha ilusión colarnoslas, pero no debería haberlo hecho. O bien se busca otro argumento para ellas, o bien se reprime un poco.
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