Gangs of New York

Martin Scorsese, 2003
Reparto: Leonardo DiCaprio (Amsterdam Vallon), Daniel Day-Lewis (Bill 'El Carnicero'), Cameron Diaz (Jenny Everdeane), Jim Broadbent (Tweed), John C. Reilly (Jack), Liam Neeson ('Cura' Vallon), Henry Thomas (Johnny Sirocco), Brendan Gleeson (Monk), Gary Lewis (McGloin), Stephen Graham (Shang).
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Nueva York Gótico

A los romanos les ocurría lo mismo que a los neoyorkinos de hoy. Solían pagar a historiadores para que les inventaran sonoros árboles genealógicos y míticos orígenes de su ciudad. Scorsese ha aceptado de buen talante el trabajo de rápsoda y quizá con más entusiasmo en un momento como este en que la ciudad aún no ha acabado de restallar sus heridas y anda enfurecida buscando dictadores orientales que paguen su afrenta.

Gangs of New York es espectáculo. Desde la primera escena de la película que recorre con un travelling fastuoso los preámbulos de una batalla entre bandas hasta el final que reproduce otra batalla de bandas, uno no tiene un solo segundo para respirar, aburirse o para desconectar de una trama compacta.

Leonardo DiCaprio, Ámsterdam Vallon, es el hijo de un cabecilla irlandes que es asesinado por Bill el Carnicero en una guerra de bandas con tintes racistas. Como un Hamlet moderno, DiCaprio persigue al asesino y aplaza la fecha de su venganza de un modo interminable y fatal. Un viejo amigo le dice que no imite a Shakespeare.

Bill el Carnicero es un Shylock sediento de sangre que se ensaña con trozos de carne y ajustes de cuentas sanguinarios. El personaje de Daniel Day-Lewis es una mezcla de casquería vulgar con tintes góticos. Su forma de hacer política y de imponerse se reduce a su uso del cuchillo. Bill es la violencia física y morbosa.

La mejor parte de la película es la que se inspira en el libro, que, por cierto no es novela, sino ensayo histórico. La enumeración de la infinidad de bandas, el nombre de cada tipo de hurto que practicaba la gente de la calle y otros detalles documentales son para mi gusto el mejor plato de la película. Esa salsa de datos históricos de violencia, atropellos y abusos (como la paradoja de los inmigrantes recien llegados pasaban por una mesa donde recibián la nacionalidad americana y salían por otro extremo donde eran reclutados como ciudadanos americanos) funciona a la perfección en el entorno gótico de las cavernas donde se esconde la banda de los irlandeses, y aún mejor con el retrato sanguinario del carnicero.

Sin embargo hay otros datos históricos relacionados con la guerra civil y con las luchas sociales entre la aristocracia impoluta y los desarrapados que rompe con el clima de la película. No vale cualquier tipo de relato para colar consignas políticamente correctas como la igualdad de razas o la injusticia social en el siglo XIX, y desde luego, un relato gótico no era el mejor marco. No lo es porque cuando uno entra en ese mundo sanguinario y desalmado se deja la conciencia en la puerta y saborea la sangre, de modo que la voz redentora del Scorsese que quiere hacer discurso social lo coge a uno desnudo igual que si lo vienen a sermonear en medio de un burdel.

El mayor defecto de Gangs of New York, es que no se eleva por encima del espectáculo que ofrece. Y es cierto que no hay por qué pedirle a una película más si sólo quiere ofrecer espectáculo y diversión. Si bien en un caso como este, anunciado con fanfarrias y pidiendo tres horas de mi tiempo que no regalo tan a gusto, no es extraño que un servidor esperara no sólo espectáculo, sino otro incendio de Roma.
Tonià Palleja. La butaca | Canal # Cine. (4,5/5)
"Gangs of New York" es como una de esas enormes locomotoras de vapor, de férrea presen-cia, mecánica precisión y espectacular avance. Puede que le cueste arrancar, pero una vez que entra en calor y toma velocidad, se convierte en una mole imparable y vertiginosa. Al final de la proyección, el espectador colmado, exhausto an-te semejante vorágine, se recupera del huracán tomando aliento mientras ve circular los títulos de crédito, y se siente colapsado, como víctima del síndrome de Florencia: demasiado en tan poco tiempo –incluso los más de 160 minutos de duración parecen escasos para dar cabida a tantas emo-ciones, idas y venidas, héroes, gestas, luchas y malvados...–.

Pablo del Moral. La butaca. (7/10)
Desde luego, las ideas que expresa "Pandillas de Nueva York" son loables, y hacen un incisivo y acertado comentario sobre la actual sociedad norteamerica-na. Pero una lección ideológica no es necesariamente la base de una buena película, especialmente cuando la narrativa es tan floja y difusa como en esta cinta. Con la excepción de Daniel Day-Lewis como Bill el Car-nicero, el resto de los personajes se sienten huecos. Sólo están dibujados por sus más burdas características: venganza, pobreza, etnicidad. No hay real-mente personalidades en la cinta, sólo arquetipos... digamos que los persona-jes son como piezas de ajedrez, con funciones específicas pero sin motivación ni humanidad. En verdad lamento mucho esta situación, pues por lo general se puede contar con Scorsese para crear poderosas emociones, aunque sea reba-jándose a utilizar exagerado melodrama y tragedia operística. Parece irreal que una cinta con tan extrema violencia como "Pandillas de Nueva York" carezca de impacto emocional.

Mr Cranky. (-2/-4)
I expect "Gangs of New York" to increase dental exams across the country. After all, who could resist dentists' potentially potent new slogan: Have white teeth -- have sex with Cameron Diaz. I'm going to get a cleaning right now.

Scorsese: ambición y grandeza. CARLOS BOYERO
MADRID.- Martin Scorsese ha utilizado siempre el engañoso envoltorio de la ficción para hablarnos de lo que ha conocido profundamente en la vida real, de los personajes, ambientes y sensaciones que han marcado su existencia, de sus recuerdos más intensos de infancia y de adolescencia, de las historias que le contaron sus mayores. Su irrenunciable patria, su territorio más amado, el alimento de su arte no es Estados Unidos, sino la caótica, tensa, dura, fascinante y compleja ciudad que le parió.

Lou Reed, en una hermosa, vibrante y memorable canción hacía una arrogante, conceptual y tajante declaración de principios morales afirmando: «Soy un hombre de Nueva York». Woody Alíen y Scorsese comparten esa certidumbre sobre las señas de identidad de su personalidad y de su arte. Son hijos de Nueva York, artistas de Nueva York, y nos hablan con un lenguaje magistral y con la autoridad que les otorga el conocimiento y el amor a esa Babel en la que ocurren todo tipo de cosas. Retratan su olor, su luminosidad, su negrura, su vitalismo, su ritmo, su magia, su violencia, sus calles apacibles, sus calles tenebrosas.

En Gangs of New York Scorsese retrocede en el tiempo para describirnos los orígenes de su eterno icono. Posee datos y referencias muy precisas sobre la arquitectura de su ciudad y la gente que la habitaba. Los utiliza con sabiduría y su poderosa imaginación, unida a la de sus brillantes guionistas, se inventa una historia que huele a real, llena de ruido y de furia, de épica y de horror, de pasión y de lírica. Combina con el pulso de un clásico la historia y la leyenda, la acción y el intimismo, el miedo y la determinación, el abrasivo retrato coral y la descripción más sutil de las emociones.

En La edad de lo inocencia Seorsese recreaba la Nueva York de la segunda mitad del siglo XIX. Allí describía el universo de los ricos, de lo aristocracia de Manhattan. Narraba una imposible historia de amor, jodida por las convenciones sociales, la hipocresía y el temor al veredicto de la opinión colectiva, el gozoso nacimiento de lo que pudo ser y el trágico crepúsculo de lo que no fue. No había sangre ni violencia externa. Las formas eran exquisitas pero el fondo era estremecedor. Hacía la crónica del peor de los fracasos, el de no haber sido feliz.

Miseria y desesperación

En Gangs of New York retorna a la misma época, pero aquí el problema ya no es vivir, sino sobrevivir. Muestra la miseria y la desesperación que la acompaña, la ley de la selva y sus inflexibles reglas, el hacinamiento y la sordidez, la feroz batalla entre los nativos y los emigrantes, la corrupción de los políticos y de la policía, la invisible línea divisoria entre la delincuencia y el orden, los ritos iniciáticos y la irrenunciable venganza, la necesidad de pertenecer a un clan para no sentirse perdido y la traición a tu gente en nombre de las sucias salvaciones cotidianas, la tentación de huir y la implacable tiranía del fatalismo, la violencia como exclusiva forma de relación y de poder y los transparentes y salvajes orígenes de la revolución de la plebe.

Tengo que retroceder mucho tiempo para encontrar el grado de aterrada hipnosis que me provoca el adrenalínico arranque de esta película. Un hombre majestuoso y vestido con una sotana que le exige a su pequeño hijo que jamás limpie de su navaja la sangre que ha derramado. Tambores obsesivos que van congregando alrededor de este temible jefe de la tribu a sus desharrapados y volcánicos guerreros en un escenario que desprende el aroma del universo que pintó el Dickens más sombrío. Una calle nevada en la que el ejército enemigo espera el desafío y la batalla que perpetuará el dominio del vencedor, acaudillado por el inolvidable Bill el Carnicero, racista, xenófobo y cruel, exhibiendo como certificado de guerra sus depredadores cuchillos y un ojo de cristal en el que está grabado un águila. Es el prólogo de la catarsis, del bestial cuerpo a cuerpo con armas cortantes, del vencer o morir.

El enganche de esta magistral secuencia inicial permanece durante casi tres horas que pasan volando. Asistiremos a la inaplazable venganza del cachorro contra el matador de su padre, la complicidad afectiva y la admiración mutua de los que están condenados a enfrentarse, la tenebrosa evolución de unos barrios insomnes en los que el fuerte se ceba sistemáticamente con el débil. Todo desprende autenticidad, vida y sentimientos intensos. Esta película posee el sello que identífica a las obras maestras. No hay tiempos muertos, ni balbuceos, ni relleno, ni impotencia. Sus ambiciones son enormes, pero el resultado también. Es grandiosa en todos los sentidos.

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