El final del siglo XX coincide con un fenómeno en la producción de blockbusters en el nuevo Hollywood que, por su reiteración, debemos considerar sintomático: la metamorfosis de series televisivas de culto, de larga duración, en una película de metraje convencional y, por lo tanto, con voluntad de historia vectorial y concluyente. Esta tendencia ratifica, por otra vía, los patrones regenerado res de muerte y resurrección creados por el cómic crepuscular de los años ochenta. Las dos obras mayores que inauguraron este filón las dirigió un mismo autor, Brian de Palma, especialista en el arte de la rememoración y el remake. El primero de estos films, Los intocables (The Untouchables, 1987), escrito por David Mamet, se basa en una serie histórica de 118 capítulos en blanco y negro emitida por la CBS entre 1959 y 1963, que se convirtió en un fenómeno internacional. La trama de la serie se centraba en la perseverancia de un grupo de oficiales del FBI, encabezados por Elliot Ness –un personaje real interpretado por Robert Stack–, que se enfrentaban a la corrupción mafiosa en tiempos de Al Capone. La serialidad televisiva invitaba al aplazamiento de todo efecto clausural en favor de una rutina marcada por un ciclo violento que se iba reiterando: una voz en off daba noticia de los hechos criminales en cada episodio en que, invariablemente, morían –como mínimo– dos mafiosos y algún confidente de la policía. Pero el grupo de oficiales era, como rezaba el título, intocable. Expeditivamente, Mamet convirtió la trayectoria de su Elliot Ness en un viaje vectorial, aunque arriesgado, hacia la victoria final contra el imperio del hampa. El precio a pagar, sin embargo, era el de la disolución de su grupo policial: de los cuatro protagonistas plenamente hermanados, dos de ellos perdían la vida en un par de secuencias memorables, la del asesinato de Oscar Wallace (Charles Martin Smith) en el ascensor de un hospital, y la brutal y poética muerte de Jim Malone (encarnado por un Sean Connery que, por una vez, moría de verdad). De este modo, en la película Los intocables la épica se hermana con el crepúsculo, y el tono melancólico de las últimas secuencias, con el protagonista contemplando la foto de sus amigos unidos, con una sonrisa común irrecuperable, permite entender que si el film es grande, y deja poso en la memoria, es precisamente por la incorporación de la muerte disgregadora como contrapunto a la utopía serial.
También la disolución de un grupo indestructible está en el origen de la adaptación que el guionista David Koepp realizó, en 1996, de la serie televisiva Misión imposible (Mission: Impossible), un caso transparente de traslación al cine del canon de regeneración crepuscular inventado por el cómic de los años ochenta. La extrema osadía de este film consiste en convertir a Jim Phelps, el héroe que en la serie clásica interpretaba Peter Graves, en un traidor desencantado (encarnado ahora por el veterano Jon Voight) que se vendía a organizaciones extranjeras y provocaba, al inicio de la historia, la muerte de casi todos los miembros de su equipo. Un superviviente de esta muerte traumática, el agente Ethan Hunt (Tom Cruise), debía encontrar nuevos aliados en plena huida por una Praga kafkiana, oscura y laberíntica, de sensible imaginario mortuorio. Lo que tenía que ser una historia de grupo feliz –como lo había sido la serie de los años sesenta– se convertía en una aventura obsesiva y solitaria. El precio de que la serialidad pudiera renacer en la pantalla fue la regeneración trágica.
Jordi Balló, Xavier Pérez:
Yo ya he estado aquí
1 comentarios:
Muy interesantes ambas reflexiones. Desconocía que 'Los Intocables', al igual que 'Misión Imposible', partiera también del argumento de una serie de tv. Me quedo, sin duda, con la primera: una revisión donde, además de drama, tenemos épica y una piña mucho mejor descrita y bienavenida que la liderada por Cruise. Aunque de las tres entregas recientes de Misión Imposible, siempre que quedaré con la de De Palma.
Un saludo.
Publicar un comentario