Hay algunos moldes que siempre han funcionado en el cine de venganza. El cine oriental y el spaghetti western, debido a lo previsible del final adornaban la trama con chascarrillos. El cine blando deja la venganza al guionista, o a un secundario, el malo lo paga en un accidente. En el cine del oeste maduro el discurso cambiaba la venganza por la justicia o por el duelo, por eso la infamia era matar por la espalda. Lo único inaceptable, en una película de venganza, fue dejar la falta sin castigo, fue siempre la impunidad.
La filósofa Hannah Arendt es contratada por la revista The New Yorker para cubrir el juicio que Israel hizo a uno de los carceleros nazis huidos después de la Segunda Guerra Mundial. La filólosofa, afincada en América, acepta el encargo y viaja a Israel. Por su parte, el personaje de Eichman no requiere un actor. De cada una de las alocuciones que hizo en el juicio se nos muestran trozos de documental. Se me olvidó comprobar si los títulos de crédito decían Adolf Eichman interpretado por Adolf Eichman.
Arendt vuelve a EEUU para enfrentarse a sus alumnos y a los plazos, siempre apurados, de la revista. Pero la espera vale la pena. La tesis remueve las entrañas del sionismo de la época y de las tesis oficiales sobre el holocausto. En su artículo Arendt afirma que la esencia del mal es la banalidad. Eichman no era más que un burócrata. Cumplía órdenes, estuviera bien o mal. No tenía nada contra ningún judío, era, simplemente, eficiente. Tras la publicación, Arendt libra una batalla feroz. No condenar al carcelero la coloca, parece, en las filas de los verdugos.
La directora Margarethe von Trotta, sin embargo, traza otra línea divisoria. Hay dos bandos, sí, pero no son esos. En un bando estaban los militantes del nazismo que acataban órdenes ciegamente, sin discutir. Los vencedores bienpensantes que condenaban al nazismo ciegamente, sin discutir, estaban en el mismo bando. Sólo Ella, sólo Arendt se coloca en el otro lado del tablero, sólo ella se salta la ceremonia de la ofensa y la venganza. Porque la batalla, en realidad, es entre los que piensan y los que no. Los que militan y ejecutan órdenes eficientemente y los que tienen conciencia.
Por eso la única postura valiente era la de enfrentarse a las vícitimas airadas, a los judíos, a su gente, a su familia. Porque de esa manera Arendt nos enseña a no repetir la banalidad del verdugo.