El ultimátum de Bourne



El otro lo sabe todo


Paul Greengrass, 2007
Reparto: Matt Damon (Jason Bourne), Julia Stiles (Nicky Parsons), Joan Allen (Pamela Landy), David Strathairn (Noah Vosen), Paddy Considine (Simon Ross), Scott Glenn (Ezra Kramer), Edgar Ramírez (Paz), Albert Finney (Dr. Albert Hirsch).
Guión: Tony Gilroy, Scott Z. Burns y George Nolfi; basado en un argumento de Tony Gilroy; sobre la novela de Robert Ludlum.
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Hay una escena de "El ultimátum de Bourne" que transcurre precisamente en Madrid en la que Jason Bourne tiende una trampa a los agentes de la CIA con un ventilador. El espectador espera que lo use con violencia, pero, en realidad, el ventilador sirve para que los agentes piensen que hay alguien en la habitación. Se trata de una maniobra de desinformación. "El ultimátum de Bourne" es una película genuina de nuestro atribulado siglo XXI, ya no gana el más fuerte, gana el que tiene más información.

Mientras la saga de 007 agotaba todas las posibilidades de una cuenta atrás, de dejar a Bond escapar en el último segundo, nunca en el penúltimo, la saga de Bourne baraja las posibilidades de la información en tiempo real. Los dos protagonistas del duelo son Bourne que conoce los trucos de la CIA, y un jefe de la agencia que se enfrenta a él desde su despacho en Nueva York, moviendo hilos, manejando fuentes descomunales de información, móviles, GPS, Internet, Cámaras de vídeo y bases de datos.

Bourne recorre ciudades del mundo ilustrándonos con la variedad de sus azoteas, de sus metros, y de los uniformes de sus policías. Cada geografía rellena una pieza del puzle, cada muerto sirve para completar la información que debe llevarle a descubrir quien es él. Bourne ignora cosas esenciales, como su nombre, mientras la agencia lo sabe todo, como un Gran Hermano feroz. Bourne tiene algo de insecto molesto dentro de la red inmaculada que ha tejido el poder. Es la astilla que hace volar por los aires un sistema a primera vista protector y paterno. Aunque no estamos seguros de que el reguero de muertes que deja esté justificado, no podemos dejar de sentirnos seducidos por un individuo que se enfrenta a una agencia sin escrúpulos, a un ministerio que valora una vida como un decimal, a un departamento de hombres con corbata y portátiles de última generación que deciden sobre la vida de los demás como si estuvieran eligiendo su plato en un menú.
Matías Cobo (Silencio se rueda): La estructura de persecución y huida termina por convertir el relato en un bucle donde sólo cambian los paisajes de fondo (diferentes estaciones de tren europeas y dos edificios de la CIA en Langley) y los enemigos de Bourne por la parte perseguidora.
Enrique Colmena (Criticalia): he aquí un ser humano que posee un extraordinario adiestramiento para el espionaje (y el contraespionaje, sobre todo…), pero que desconoce de dónde le viene esa extraña facultad, y que es perseguido por los que supuestamente le entrenaron como si fuera la alimaña que cree no ser. La búsqueda de su identidad, la indagación sobre su “padre” en la Agencia, la venganza hacia cuantos le hicieron ser como es, están en el meollo de este por otro lado percutante filme de acción.
Sergi Sánchez (Fotogramas): Jason Bourne es el peón rebelde, el peón que escapa del control de esas 1.000 cámaras que velan por nuestra seguridad, y Paul Greengrass, que aún tiene ganas de hablarnos del 11-S después de la contundente United 93, orquesta su huida hacia adelante en tres sinfonías prodigiosas, tres verdaderas lecciones de montaje y dirección que eclipsan, en su ubicuo sentido del espacio y el tiempo, el argumento de la película, acaso lo más previsible de este tercer título protago-nizado por un Damon más atormentado y menos James Bond que nunca.

El club de los suicidas



Paradojas


Roberto Santiago, 2007
Reparto: Fernando Tejero (Antonio), Lucía Jiménez (Ana), Luis Callejo (Manuel), Juanma Cifuentes (Javi), Cristina Alcázar (María José), Clara Lago (Laura), Joan Dalmau (Pedro), Alberto Jo Lee (Tsu Wen).
Guión: Juan Vicente Pozuelo, Curro Royo y Roberto Santiago; basado libremente en el relato "El club de los suicidas" de Robert Louis Stevenson.
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La prensa habla y habla del cine español con la esperanza de tocar alguna fibra sensible a costa de mi compasión por las malas cifras o de mi patriotismo. Yo siempre he ignorado por qué el adjetivo español añadido a un título de una película tiene que provocarme alguna emoción que no arranque, de por sí, el espectáculo que estoy consumiendo. Y puestos a cuestionar mi patriotismo, que es del todo dudoso, tengo que decir que me inquieta tanto el declive del cine español como el resurgir de la poesía nepalí. A mí denme buenos títulos, como este de "El club de los suicidas", y no me molesten mucho con las banderas.

Una buena parte de las películas que quieren endosarme con la excusa del adjetivo patrio no ascienden de la clasificación de sainetes. Los productores no se ponen a trabajar cuando tienen una buena historia, se ponen a trabajar cuando tienen un par de nombres simpáticos cuyos tics han conquistado al público. Conscientes de ello, muchos actores aprenden a sostener funciones enteras a costa de su propia vis cómica. El Actor's Studio de Madrid es una fábrica de histriones. El espectador va a ver películas de Fernando Tejero porque le cae bien, y no hace falta saber el nombre de los directores. Menos aún el de los guionistas.

"El club de los suicidas" parte de una buena historia, así que los amantes de Tejero tendrán el doble placer de verle hacer de tío enrollao y de sufrir con su historia. Lucía Jiménez ayuda menos, no porque no haga bien el papel de suicida ciclotímica que le toca, sino porque no es capaz de hacer otra cosa.

La película redescubre lo mejor de nuestro cine de los años cincuenta, Jardiel Poncela, Edgar Neville, con una historia de lo absurdo llena de ternura. Un grupo de terapia decide poner fin a sus problemas con un pacto. Se reunirán todos los martes para decidir en una partida de cartas quien va a tener el placer de morir y quien va a ser el ejecutor, siguiendo el ejemplo de la novela de R. L. Stevenson.

El fino humor viene de la ironía del planteamiento, de la paradoja de las situaciones, porque es una suerte si acaban mal y una frustración si sobreviven. Pero la mayor inspiración está en el constraste de los personajes. El gordito, quizá el más logrado, es un chapuza para matar, y eso lo hace entrañable. Hay una escena memorable en la que Fernando Tejero quiere apoyarle y va a su hamburguesería con la ambulancia del trabajo. Cada personaje de la escena está entendiendo una historia distinta, a cual más alocada, el espectador, que las entiende todas, no sabe donde meterse. Es una secuencia digna de figurar en la breve lista de ejemplos de la alta comedia.
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