Santiago Segura, 2005
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Por muchas permutaciones que estudien los guionistas, una película hollywoodiense no deja de dar vueltas a un tema básico, el ego. El cine es un conjunto de variaciones sobre el ego de un personaje y el de un espectador que acaricia el suyo a traves de éste.
Por mucho que maltraten a nuestros héroes, al final siempre levantan la cabeza, por muy mal que les vaya, al final encuentran una media naranja igual de exprimida. A menos, claro, que el protagonista se llame Torrente.
Santiago Segura se ha hecho un rincón en la historia del cine hollando un espacio que nadie se había atrevido a pisar. No me refiero al de la zafiedad, la vulgaridad o la grosería; aquí hay muchos competidores. Me refiero a un universo sin ego.
Por fácil que sea caer en la tentación, por más presiones que soporte cualquier creador, por más que la naturaleza humana siempre tire hacia el monte, Santiago Segura no regala ni un mísero plano al ego de su personaje, ni una escena que lo resarza, ni una triste frase que lo haga (por fin) un poco humano, sensible, aceptable, soportable o presentable.
La apuesta estética de la que sale victorioso es una pelea a muerte contra la heroicidad. Y ya sé que los imaginarios de nuestra cultura están llenos de antihéroes, pero lo son siempre al comienzo de una historia para al final acabar en el redil, y para que el tránsito hacia el triunfo nos emocione más. Y aquellos antihéroes que resisten mucho tiempo bajo el lodo, como el de Quevedo, lo hacen a mayor gloria del autor. Santiago Segura no reclama ningún mérito ni para el personaje ni para el creador que se ha limitado a apilar mierda sin ton ni son.
No quiero decir que me guste la propuesta. La reconozco y aprecio la originalidad de la idea. Pero también creo que esa originalidad se agotó hasta la saciedad con la primera. Quizá porque la bajeza y los pedos no necesiten repetirse, mientras que la interminable caricia de nuestro ego que nos regalan los éxitos palomiteros son una cosa que no cansa jamás.
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