La vida de los otros



Los alemanes y su pasado


Florian Henckel von Donnersmarck, 2006
Reparto: Martina Gedeck (Christina-Maria Sieland), Ulrich Mühe (capitán Gerd Wiesler), Sebastian Koch (Georg Dreyman), Ulrich Tukur (teniente coronel Anton Grubitz), Thomas Thieme (ministro Bruno Hempf), Hans-Uwe Bauer (Paul Hauser), Volkmar Kleinert (Albert Jerska), Matthias Brenner (Karl Wallner), Herbert Knaup (Gregor Hessenstein).
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Tomemos por ejemplo "El padrino". Un director de medio pelo a cargo de esa historia hubiera condenado a los Corelone para que los espectadores aprendiéramos a ser niños buenos, o para que no le relacionáramos a él, al director, con la mafia. Coppola, sin embargo, se atreve con el morlaco, se identifica con el mafioso hasta el final. Por eso es uno de los grandes. No porque elija bonitos acordes en la banda sonora o porque coloque la cámara en un lugar más chuli que los demás. No sirve de nada seguir pasando revista a la ficha técnica, ni tampoco a la ficha artística del Padrino colgando elogios, no vamos a encontrar la explicación que la hace tan tremenda.

Ese paso que da Coppola es el que no da el cine alemán. Hirschbiegel hace una película sobre Hitler con el único fin de no comprender a Hitler, Henckel von Donnersmarck analiza una trama de la stasi de Honecker con la única intención de no ponerse en el lugar de un agente de la stasi.

Un experto en espionaje de la Alemania Oriental recibe el encargo de vigilar a un autor de teatro y a su amante. Después de pinchar toda la casa el espía descubre que en el fondo son dos víctimas del sistema y que el propio ministro abusa de su poder para conseguir los favores de la mujer. A partir de ese momento toma la improbable decisión de ayudar a sus víctimas.

El problema es que a partir de ese momento el agente deja de tener sentido. El personaje se enfrenta contra todo el régimen que lo mantiene y contra el propio trabajo que hace, lo cual suena muy bien para un espectador de hoy, pero no nos dice nada de lo que ocurrió en la Alemania de entonces. Si el público fuera católico, en vez de occidental, el director hubiera llenado al protagonista de crucifijos. Falta la audacia que sobraba en "El padrino". Yo sé de sobra que la Stasi violó la intimidad de los alemanes, y sé que las vendettas de la mafia son perversas. Pero no quiero un director que entre a juzgarlas con su catecismo de valores puesto al día. Quiero un director que me adentre en esos infiernos sin censuras mogigatas.

Me gustó la ambientación, esa Alemania Oriental tristísima con papeles pintados y sofás raídos. El detalle de la máquina de escribir es puro Hitchcock. Concentra en un objeto físico toda la tensión del relato. El comienzo es sublime. El protagonista explica un ejemplo de como se hace un interrogatorio mientras sus alumnos escuchan electrizados, igual que el espectador.

La serialidad comprimida



El final del siglo XX coincide con un fenómeno en la producción de blockbusters en el nuevo Hollywood que, por su reiteración, debemos considerar sintomático: la metamorfosis de series televisivas de culto, de larga duración, en una película de metraje convencional y, por lo tanto, con voluntad de historia vectorial y concluyente. Esta tendencia ratifica, por otra vía, los patrones regenerado res de muerte y resurrección creados por el cómic crepuscular de los años ochenta. Las dos obras mayores que inauguraron este filón las dirigió un mismo autor, Brian de Palma, especialista en el arte de la rememoración y el remake. El primero de estos films, Los intocables (The Untouchables, 1987), escrito por David Mamet, se basa en una serie histórica de 118 capítulos en blanco y negro emitida por la CBS entre 1959 y 1963, que se convirtió en un fenómeno internacional. La trama de la serie se centraba en la perseverancia de un grupo de oficiales del FBI, encabezados por Elliot Ness –un personaje real interpretado por Robert Stack–, que se enfrentaban a la corrupción mafiosa en tiempos de Al Capone. La serialidad televisiva invitaba al aplazamiento de todo efecto clausural en favor de una rutina marcada por un ciclo violento que se iba reiterando: una voz en off daba noticia de los hechos criminales en cada episodio en que, invariablemente, morían –como mínimo– dos mafiosos y algún confidente de la policía. Pero el grupo de oficiales era, como rezaba el título, intocable. Expeditivamente, Mamet convirtió la trayectoria de su Elliot Ness en un viaje vectorial, aunque arriesgado, hacia la victoria final contra el imperio del hampa. El precio a pagar, sin embargo, era el de la disolución de su grupo policial: de los cuatro protagonistas plenamente hermanados, dos de ellos perdían la vida en un par de secuencias memorables, la del asesinato de Oscar Wallace (Charles Martin Smith) en el ascensor de un hospital, y la brutal y poética muerte de Jim Malone (encarnado por un Sean Connery que, por una vez, moría de verdad). De este modo, en la película Los intocables la épica se hermana con el crepúsculo, y el tono melancólico de las últimas secuencias, con el protagonista contemplando la foto de sus amigos unidos, con una sonrisa común irrecuperable, permite entender que si el film es grande, y deja poso en la memoria, es precisamente por la incorporación de la muerte disgregadora como contrapunto a la utopía serial.



También la disolución de un grupo indestructible está en el origen de la adaptación que el guionista David Koepp realizó, en 1996, de la serie televisiva Misión imposible (Mission: Impossible), un caso transparente de traslación al cine del canon de regeneración crepuscular inventado por el cómic de los años ochenta. La extrema osadía de este film consiste en convertir a Jim Phelps, el héroe que en la serie clásica interpretaba Peter Graves, en un traidor desencantado (encarnado ahora por el veterano Jon Voight) que se vendía a organizaciones extranjeras y provocaba, al inicio de la historia, la muerte de casi todos los miembros de su equipo. Un superviviente de esta muerte traumática, el agente Ethan Hunt (Tom Cruise), debía encontrar nuevos aliados en plena huida por una Praga kafkiana, oscura y laberíntica, de sensible imaginario mortuorio. Lo que tenía que ser una historia de grupo feliz –como lo había sido la serie de los años sesenta– se convertía en una aventura obsesiva y solitaria. El precio de que la serialidad pudiera renacer en la pantalla fue la regeneración trágica.
Jordi Balló, Xavier Pérez: Yo ya he estado aquí

Diamante de sangre



¿Quién es el bueno?


Edward Zwick, 2006
Reparto: Leonardo DiCaprio (Danny Archer), Jennifer Connelly (Maddy Bowen), Djimon Hounsou (Solomon Vandy), Michael Sheen (Simmons), Arnold Vosloo (coronel Coetzee), Kagiso Kuypers (Dia Vandy), David Harewood ('Capitán Veneno'), Basil Wallace (Benjamin Kapanay), Jimi Mistry (Nabil), Anthony Coleman (Cordell Brown), Benu Mabhena (Jassie Vandy).
Guión: Charles Leavitt; basado en un argumento de Charles Leavitt y C. Gaby Mitchell.
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“Diamante de sangre” tiene el atractivo de haber elegido un marco poco visitado por el cine, por la prensa o por la mano de dios, el de las minas de diamantes de Sierra Leona, las guerras entre los rebeldes y las tropas del gobierno y los campos de refugiados gigantescos de Guinea.

Solomon Vandy es un padre de familia africano que sufre en su carne las luchas entre facciones por controlar el poder, y, sobre todo, las minas. Los rebeldes llegan a su poblado con sus ametralladoras y le dan a elegir entre «manga corta o manga larga», un sarcasmo macabro con el tiene que elegir donde le van a cortar la mano. La casualidad, o la suerte, le lleva a trabajar a una mina de diamantes donde encuentra la piedra que sirve de hilo argumental de la historia. Todos quieren ese diamante, pero él solo quiere volver a estar con su familia.

DiCaprio interpreta a un mercenario sin escrúpulos que hace de intermediario entre la crueldad de la guerrilla africana y la codicia occidental. Él cambia armas por diamantes. En la carcel oye a un oficial hablar del diamante de Solomon y le sigue. DiCaprio interpreta al personaje que más puede hacer por redimirse.

En un chiringuito de la playa, DiCaprio conoce a la chica y discute con ella de principios. Se trata de la periodista que interpreta Jennifer Connelly. Maddy Bowen representa la buena conciencia, el occidental que quiere ayudar, la esperanza de que alguien haga algo para cambiar las cosas.

La película es excesiva, demasiado larga, demasiado ambiciosa. Después del generoso espectáculo de guerra y desesperación Zwick vuelve a sus mensajes, lo cual es una forma de desprecio hacia la historia.

Uno no sabe muy bien quien es el “bueno”, y eso es un fallo. ¿Es la historia de un padre africano que busca a su familia? Sí, pero el padre nos molesta cuando se interpone en los fines del traficante. DiCaprio es el protagonista casi todo el tiempo, porque nos preocupa que consigua la piedra. No sabemos por qué Solomon confía en él.

Hay que esperar al final para darse cuenta de que la buena es la chica. La voz hueca que suelta frases de catecismo era, en el fondo, la estrella. No había una chica para que funcionara un romance. No, en realidad está para sostener la pancarta de que los blancos podemos arreglar África con un par de leyes. Que maja, ella.
Javier Espinosa. EL MUNDO. Regreso al infierno de Sierra Leona.


Aspirante a imitadora


“John Tucker must die”
Betty Thomas, 2006
Reparto: Jesse Metcalfe (John Tucker), Brittany Snow (Kate), Ashanti (Heather), Sophia Bush (Beth), Arielle Kebbel (Carrie), Jenny McCarthy (Lori), Penn Badgley (Scott).
Guión: Jeff Lowell.
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Muchas fórmulas del cine nacieron para competir con la televisión. El dolby, la pantalla panorámica, los efectos especiales, el ritmo frenético. Hay cineastas, sin embargo que parecen hacer su cine al socaire de alguna subvención porque no sólo no compiten, sino que son capaces de rebajar el nivel de un capítulo de una serie. A Betty Thomas le falta la alegría que piden las canciones que ha elegido para su película, le falta la gracia de las películas adolescentes simplonas que ni en el mejor de sus mejorees sueños conseguiría imitar, le falta una historia que quiera decir algo. Y también le falta una actriz, porque de esta jovencita balbuceante no se puede esperar que nos trasmita gran cosa.

Lo peor (si algo puede ostentar el título de "peor" en una cosa tan mala) es que se ven las costuras por todas partes. La directora, cuyo nombre no vuelvo a escribir para que no aparezca dos veces en Internet, ha querido robar algunas ideas frescas de la simpática Cady (Lindsay Lohan) de "Chicas malas", pero el parecido entre este desaguisado y aquella simpática película adolescente es el mismo que hay entre los títulos famosos y las pelis porno que hacen a su costa cambiando alguna letra para aprovechar la fama del título.

En busca de la felicidad



Chute de calamidades


"The pursuit of happiness"
Gabriele Muccino, 2006
Reparto: Will Smith (Chris Gardner), Thandie Newton (Linda), Jaden Christopher Syre Smith (Christopher).
Guión: Steven Conrad.
Producción: Todd Black, Jason Blumenthal, Steve Tisch y James Lassiter.
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La revolución francesa y la constitución americana se inspiraron en pensadores anteriores como John Locke (1632-1704) que formulaba en su contrato social los derechos a la libertad, a la vida y a la propiedad. Thomas Jefferson añadió la terna a la constitución americana en la versión de Samuel Johnson que había cambiado la tercera por la búsqueda de la felicidad. Y así es como está hoy.

Dice Javier Ocaña en El País que las películas que empiezan con “Basado en una historia real” anuncian una historia inverosímil. Por eso, si a un héroe de una película le tocara la primitiva saldríamos del cine escandalizados. Y sin embargo toca cada semana.

Chris Gardner, el protagonista de “En busca de la felicidad” es un hombre en apuros. Su mujer le abandona con un niño de cinco años, él vende escáneres óseos. Necesita vender dos para pagar el alquiler y para ir tirando. Le ponen multas que va coleccionando como sellos. El mundo está confabulado contra él, un día es un cepo, otro día es un hippy que le roba un escáner, otro día es la policía, y otro es el casero al que no paga, o un amigo que no le devuelve una deuda. A veces, muy de vez en cuando, ocurre algo bueno.

En el otro lado de su vida está su sueño. Chris era bueno en el colegio, y sueña con ser broker. Echa su solicitud y hace todo para que una firma lo acepte en un curso. Pero hacer ese curso significa pasar seis meses sin cobrar y él tiene que mantener a un niño. De los veinte aspirantes que acaben el curso sólo van a contratar a uno.

Muccino nos cuenta una historia estupenda de calamidades. Crea un personaje con gancho que sabe encajar golpes y que sabe reírse de sus propias miserias cuando puede, como en la entrevista: (“¿Qué pensaría usted si un hombre se presentara a la entrevista sin camisa y le diéramos el puesto?”). Pero Muccino no sabe premiarlo. No sabe porque no lo conoce a fondo. Muccino no ha conocido a muchos Chris Gardners. Hay gente que necesita adversidades para vivir. Gente que entrega la solicitud cuando se ha pasado el plazo, pero la necesita desesperadamente, gente que espera al embargo para pagar la factura, gente que va estresada a la cita cuando tuvo tiempo de prepararla. Hay gente que se chuta con calamidades. Dales una vida tranquila, un buen empleo, una agenda con todo calculado y has acabado con ellos. Si Muccino quiere un final feliz (los finales reales, ya saben, son inverosímiles), no puede domesticar al héroe, porque hemos llegado a quererle con sus chutes de adrenalina y con sus desgracias.
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